La UE y sus flaquezas

Las flaquezas son las propias de un aparato con pretensiones de Estado sin serlo

Es bastante frecuente en los medios online el recurso al contraste entre la acción de la UE y las estrategias de los EEUU y de China. Cito una entradilla que apunta en esta dirección, aparecida en un artículo del 14 de abril de 2021: «La Unión Europea continúa con sus debates habituales, con su habitual indecisión; mientras tanto, el mundo gira hacia otro lado: EEUU y China están utilizando palabras prohibidas».

Francamente, me parece poco interesante establecer un paralelismo entre EEUU, China y la UE en el que se centra la exposición a partir de expresiones irónicas y a menudo menospreciativas cuando se alude a la UE. Semejante enfoque arranca de algo que no se cómo calificar: ¿error? ¿superficialidad? ¿embobamiento filo EEUU? Quizás el problema resida en una dificultad insuperable para abordar este tipo de reflexión desde la observación serena y el análisis más pausado de los datos de la realidad que es el objeto de atención.

Porque la cuestión crítica estriba en algo que debería estar ya claramente asumido desde hace mucho tiempo: no se debería confundir los planos al observar los comportamientos de la UE, que es lo que se hace al decir que «continúa…con su habitual indecisión». Se espera de la UE que actúe como un Estado, en términos equivalentes a los de los EEUU y China. Esta expectativa arranca del error básico: la clave de cualquier valoración de sus actuaciones tiene que estar en lo que la UE es y, desde unas primeras conclusiones, pasar a lo que debería ser, no a lo que debería hacer cuando carece realmente de las herramientas para actuar de la manera deseada por el analista de turno.

La síntesis de todo esto, finalmente, es muy sencilla: la Unión Europea no es un Estado. A efectos de comparación, esto quiere decir que no es acertado equipararla en los análisis con el Estado de los EEUU o con el Estado de China. A efectos de valoración de su actuación, este enfoque nos conduce a mostrar que la UE, efectivamente, padece una propensión manifiesta a caer en «debates habituales» y en una «habitual indecisión», lo que está motivado por su propia naturaleza, antes que por su burocrática y torpe gestión (que también).

Llegados aquí, la lógica de cualquier reflexión al respecto conduce a reenfocar las cosas y entrar en una aproximación a los problemas que constantemente se soslaya. Pregunta obligada para encabezar este enfoque: ¿Qué falta en la UE para que alcance de verdad la naturaleza de Estado, en el sentido moderno del término?

Un mercado común ampliado, como la Comunidad Económica Europea (CEE) de los primeros tiempos, es un club de intereses económicos más o menos compartidos, desde el que se regulan principalmente las prácticas comerciales que todos habrán de seguir. En su momento, este club jugó un papel necesario y muy deseado por sus fundadores: ser, además del regulador del mercado común europeo, un aula de debate en la que se podía limar asperezas sin repetir las numerosas experiencias bélicas anteriores.

Esas primeras funciones fueron desarrolladas y los objetivos, en esencia, alcanzados. Pero, en lo fundamental, las cosas se quedaron ahí. Una serie de aditivos a lo largo de los años no han hecho sino enfatizar el predominio de las facetas económicas en la configuración de la Unión y sus instrumentos.

Para ilustrarnos, dos cuestiones han marcado los límites del diseño original: las dimensiones de la Unión y la configuración de los aparatos propios de un Estado. Al respecto, las evidencias son muy nítidas. La Unión se ha ido ampliando con un sentido casi exclusivo de expansión del mercado compartido, poniendo a los nuevos miembros condiciones ajenas por completo a los principios democráticos o a la adecuación de sus aparatos institucionales. Y en cuanto a la propia institucionalidad de la UE, se ha reforzado hasta extremos insospechados el armazón ejecutivo y se le han adosado aparatos judiciales varios, pero el poder legislativo está muy lejos de constituir un poder del Estado en igualdad de condiciones con los de los Estados miembros de la Unión.   

Si se asume que esta es la realidad de la Unión, el análisis de su funcionamiento puede poner el acento en sus torpezas, indecisiones, lagunas y la larga lista de disfunciones que se dejan ver constantemente, siempre que al mismo tiempo se insista en que tales cosas tienen todo que ver con las insuficiencias del aparataje de Estado, que son las que deberían ser abordadas lo antes posible. Muchas de las llamadas «indecisiones» no son sino expresiones de sucesivas batallas de intereses contrapuestos, esas que en un Estado propiamente tal se dirimen dentro de los cauces constitucionalmente establecidos. ¿Necesidad de una Constitución europea, por ejemplo? ¿Necesidad de un andamiaje institucional en el que el Legislativo pueda cumplir de verdad con sus objetivos como legislador y fiscalizador?

Desde luego, se trata de una cuestión compleja, cuyas dificultades empiezan por las muy diferentes sensibilidades asociadas a tradiciones políticas dispares. Pero este camino hay que recorrerlo, y para ello no vale cegarlo una y otra vez con descalificaciones que están fuera de contexto.

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