Las burbujas acaban estallando

Más pronto que tarde nos veremos en un grave aprieto

Mirando el mañana próximo, esto produce vértigo. Mirando el mañana más lejano, esto produce pánico.

Llevo ya unos años examinando información y reflexionando sobre las famosas «burbujas». Hay mucha literatura al respecto, y yo no me he quedado corto. Pese a ello, resulta obligatorio volver a tocar esta cuestión, porque lo que se está incubando es de una extrema peligrosidad.

Contexto. Insisto en ello cada vez: es imprescindible tratar un tema como el aludido dentro de un contexto concreto, pues de lo contrario se pierde por completo la perspectiva. Este fue el camino que seguí en una larga secuencia de artículos iniciada a fines de 2015 con «A vueltas con las burbujas». Por este camino se fueron desgranando luego «Más burbujas», «Poniendo al día las burbujas», «La reveladora historia de Yahoo!», «Las dos caras del sector tecnológico» y «La burbuja tecnológica», hasta fines de aquel año.

En https://lacalmatraslatormenta.wordpress.com/ he ido poniendo al día este asunto en los años sucesivos. Siempre, hay que reconocerlo, teniendo en cuenta una famosa conferencia del conocido asesor económico presidencial estadounidense Larry Summers, que fue quien abrió el fuego con aquello de que puede ser que el capitalismo actual solo consiga ir de burbuja en burbuja, hipótesis luego reforzada a su manera por el millonario Carl Icahn. ¿Dónde está el foco, según Icahn? En la masiva disponibilidad de dinero barato, que facilita y estimula operaciones de inversión completamente ajenas a las condiciones de la economía real.

Estamos en ello. Como decían ambos, es fácil descubrir la presencia de factores de gran riesgo para la supervivencia global del sistema capitalista. Y, tras la caída de Lehmann Brothers en 2008, no hay el menor indicio de que el rumbo haya sido corregido. De hecho, se habla otra vez con insistencia de los movimientos especulativos en las bolsas y en el mundo financiero en general, en un ambiente de euforia que tiene todas las trazas de estar anticipando una nueva crisis grave. Y se vuelve al mismo fundamento tantas veces pensado y mencionado por los analistas financieros: las políticas monetarias de los bancos centrales alientan este perverso juego a través de inyecciones masivas de dinero que lo mantienen en precios – tipos de interés – muy bajos durante un ya prolongado período de tiempo.

La cosa empeora cuando en este contexto el juego especulativo es capaz de crear instrumentos que permiten intervenir en operaciones de corto plazo sin riesgo inmediato alguno. Ahora resulta que pululan unas entidades denominadas Special Purpose Acquisition Companies (SPAC), cáscaras vacías concebidas y montadas para ir absorbiendo empresas de cualquier tipo e ir dándoles acceso al mercado financiero por la puerta de atrás, como quien dice. Los SPAC atraen dinero en busca de negocio, y lo hacen ofreciendo la seguridad de efectuar la adquisición de cualquier empresa, con  la condición inexcusable de que su valor aumente en bolsa. En poco tiempo, la empresa adquirida es fusionada con la SPAC adquirente, legitimando así su entrada en la bolsa sin pasar los filtros naturales de las valoraciones de los inversionistas ni de los fiscalizadores de las autoridades responsables.

Todo esto contribuye a ir engordando una burbuja financiera de enorme tamaño. Tiene, como la totalidad de las burbujas, la «cualidad» de ir generando subidas de precios que se retroalimentan, de forma que la trayectoria se inicia y se despliega sin la menor relación con los soportes de la economía real. El comportamiento del PIB o la evolución de la productividad carecen de importancia como indicadores de referencia, porque lo realmente determinante es el precio del producto: mientras suba, merecerá la atención de los inversores financieros, de manera que todo el proceso girará en torno a los movimientos de los precios. En suma, la mejor manera de alimentar un proceso que necesariamente acabará en un estallido.

La constatación de los fundamentos de este juego de alto riesgo es sencilla: todo conduce a fijar la atención en el precio del dinero. Con tipos de interés cercanos a cero, el riesgo inmediato es mínimo, y más adelante ya se verá. Pero «más adelante», aun sin fecha concreta, es un momento que se acerca, y esto es lo que origina un estado de nervios creciente entre quienes miran de cerca los mercados financieros y examinan los fundamentos de este capitalismo cada día más puramente especulativo.  

En esta perspectiva se puede encajar perfectamente un titular de la prensa de hoy, 26 de abril de 2021: «Las bolsas afrontan la desescalada entre la euforia y el miedo a un crac». El típico péndulo de los momentos de máxima incertidumbre inversora y de creciente certidumbre de la proximidad del estallido.

Los EEUU y su guerra eterna

Aventuras bélicas con demasiados resultados negativos

Un titular encabeza la información sobre la retirada de los EEUU de Afganistán en los términos siguientes: «Sin una opción óptima, EEUU sale de Afganistán harto de guerras eternas». Esto aparece en un medio online de línea progresista, de modo que no hay por qué suponer que optan por ser benevolentes con la gran potencia.

«Óptimo» forma parte de ese lenguaje grandilocuente que es tan frecuente en los medios de por estas tierras. Igual que «demasiado», sistemáticamente utilizado como sinónimo de mucho, y  «absolutamente», acompañante habitual de cualquier apreciación sobre el fenómeno que sea. No hay término que pueda situarse por encima de «óptimo», «demasiado» y «absoluto».

Entiendo que la grandilocuencia tiene una relación de necesidad mutua con la mercantilización periodística. ¿De verdad piensa alguien que puede existir una salida «óptima» de una guerra? Una salida vergonzante, puede ser; una salida victoriosa, quizás; una salida con el rabo entre las piernas, muy a menudo. ¿Alguna de estas posibilidades es «óptima»?

Además, se nos dice que EEUU sale de Afganistán «harto de guerras eternas». El hartazgo al que se alude es fácil de evitar: no se empieza una guerra y ya está. «Guerras eternas» parece aludir a las innumerables operaciones de aplastamiento y destrucción emprendidas por los EEUU en muchos países, de los que Afganistán no es más que un ejemplo contemporáneo. Y devienen «eternas» porque a poco andar no hay ciudadano estadounidense que recuerde por qué motivo se han metido en ese avispero. Y más «eternas» a medida que avanza y arraiga firmemente la convicción de que todo acaba en derrota. Porque esta es la otra cara del asunto, como analizaba un famoso informe sobre los despliegues militares estadounidenses, que se resumía en el análisis de las razones por las que los EEUU acaban derrotados en todas las aventuras bélicas que emprenden. 

Tanto es así que en un medio informativo nada sospechoso de animadversión a los EEUU se informa de todo esto empezando por un titular lapidario: «Afganistán: ganar las batallas y perder la guerra«. Y se refuerza la idea del desastre en la entradilla: «EE UU abandona el país centroasiático sin saber si ha logrado cumplir los objetivos de su conflicto más largo». Aunque, todo hay que decirlo, la conclusión podría ser más rotunda: «…sabiendo que no ha logrado sus objetivos…», como viene a corroborar la información sobre los temores de las mujeres afganas ante el regreso talibán tras la retirada de EEUU: «Se avecinan días terribles».

A la vista de todo esto, la pregunta surge de inmediato: ¿Por qué entonces la repetición de tales experiencias negativas? Razones posibles: primera, difundir la democracia por el planeta, argumento muy utilizado, y abiertamente falaz según se demuestra nada más observar lo que queda tras la retirada; segunda, asegurarse fuentes de recursos primarios, sobre todo energéticos, lo que es válido para ciertas operaciones pero no para todas; tercera, mantener el control de territorios en los que se han ido desplegando o se desplegarán pronto empresas norteamericanas de diversa índole, asegurándoles la estabilidad política necesaria para aventurarse en grandes negocios; cuarta, y probablemente válida en la totalidad de los casos, mantener muy activo el mercado para su industria armamentística.

Lo cierto es que la operación de retirada de Afganistán es presentada como una medida profiláctica que hay que agradecer a la presidencia Biden. En realidad, y tal como ocurrió en Vietnam, es el reconocimiento, tardío pero inevitable, de una nueva derrota militar. Y también política, todo hay que decirlo, porque ninguno de los regímenes que intentan sobrevivir malamente tras la retirada estadounidense puede llamarse ‘amigo’, ni es mínimamente democrático, ni puede considerarse útil para cualquier fin estratégico de los EEUU. Así ocurre aquí, y así ha ocurrido igualmente en Corea, en Vietnam y en Irak, por citar los casos más conocidos.

A la vista de semejante trayectoria, cualquier observador medianamente lúcido se pregunta de inmediato por qué este país no revisa su política internacional y la acerca a un modelo regido por otros cánones: por ejemplo, de relaciones bilaterales, o multilaterales, si es el caso, ventajosas para las partes. La sumisión económica de todos sus interlocutores no puede ser siempre la condición principal para mantener relaciones alejadas de la opción bélica.

Tampoco lleva por buen camino la opción «blanda» de ejercer de gendarme universal antes o en lugar de atacar. Este es, por ahora, el camino escogido para afrontar la «crisis ucraniana» frente a Rusia. Aunque el capítulo armamentístico está en línea con la sospecha de que se trata precisamente de fortalecer este mercado, en gran medida: el Pentágono ha anunciado el pasado mes de marzo una ayuda militar ‘suplementaria’ a Ucrania de más de 100 millones de euros, que incluye dos patrulleros destinados a la defensa de sus aguas territoriales (léase, hacerse fuerte en el entorno de Crimea…).

La prolongación del proceso de decadencia de la gran potencia va a conducir al resto del mundo a enfrentamientos de diversa índole y a costes sociales y económicos que a nadie más interesan. Con el agravante de que la pérdida de posiciones ante China no tiene vuelta atrás y seguirá empeorando en los próximos años, de manera que hacer frente a la situación a través de decisiones bélicas de cualquier tipo no hará más que poner en jaque el bienestar material y social de muchos millones de personas.

La democracia de la participación

Democracia representativa y poder político

Me ha parecido muy interesante un artículo que he tenido ocasión de leer en infolibre.es el 11 de abril de 2021: «El círculo vicioso de la abstención: así se adueñan los barrios ricos de la democracia». Se habla en él de los comportamientos electorales en la Comunidad de Madrid, asunto de atención por la proximidad de las elecciones autonómicas del próximo 4 de mayo. La base de esta información se encuentra en una «investigación académica» sobre la abstención, que apunta hacia el hecho de que es mayor en las zonas de menor renta, donde además «se produce un efecto contagio y se transmite de padres a hijos».

El trabajo de más de una década de Manuel Trujillo y Braulio Gómez, esa «investigación académica», viene a concluir que un motivo principal de esta conducta  es «la falta de soluciones políticas». Es un enfoque muy sugerente y que a mi entender presenta dos caras significativas:

Una, la que se resume en la tentación de «invertir el enfoque» habitual, planteamiento que los autores expresan a través de darle la vuelta a «si los pobres votaran, la política podría hacer más por ellos», y pasar a «si la política hiciera más por los pobres, votarían».

Otra, a la que no se alude, y que yo resumiría así: no es la política, entendida como expresión de la voluntad a través de las elecciones, la que «podría hacer algo por los pobres», sino la consiguiente posibilidad de ejercer el poder. Y este poder no lo alcanza la que se podría suponer que es la representación política de los pobres si éstos no votan.

Me parece la cuestión clave, que en algún momento el artículo mencionado traduce en términos de «círculo vicioso». Llegados a este punto se suscita la pregunta que necesita respuesta: dónde empieza este «círculo vicioso». Estos fenómenos sociales no surgen por generación espontánea, siempre hay un punto de partida, que puede no ser un asunto concreto en un momento dado y sí un proceso social largamente incubado.

Largamente incubada es la pobre cultura política española, consecuencia inevitable de la brevedad de las experiencias democráticas. Pero una vez que éstas inician una andadura algo más prolongada – desde luego, vivimos ahora el período democrático más largo de la historia de la España moderna -, la cuestión de la participación y de las expectativas de avanzar por la propia acción de los ciudadanos se pone en primer plano. Sin embargo, lo que rápidamente se sitúa por delante es una suerte de decepción ante la falta de soluciones a los problemas que acucian a esa ciudadanía.

Posible punto de partida: en 1982, las elecciones en las que el PSOE obtuvo su primera mayoría absoluta, fueron las de mayor participación en toda la historia del ‘régimen del 78’, un 80%. La que llega al poder es la versión española de la socialdemocracia, que genera unas expectativas en parte defraudadas. Simplificando: políticas sociales progresistas acompañadas de una política económica muy alejada de cualquier expectativa de modernización. Se mantiene en pie, consecuentemente, un modelo económico vulnerable y se eterniza la tendencia a mantener elevadas tasas de paro y de precariedad. No es raro, puesto que se trata de una socialdemocracia que en Europa está ya en retirada, pasados casi cuarenta años del gran pacto del Estado de bienestar que siguió a la Segunda Guerra Mundial, y de la que se puede decir que a España llega un poco tarde.

Momento para una hipótesis verosímil: desde la política central empieza a proyectarse la decepción ante la falta de respuestas favorables en muchos aspectos críticos de la vida de los más necesitados, cosa que se traslada muy rápidamente, al menos en Madrid, a los escalones siguientes del poder: el Ayuntamiento de la capital lo pierde el PSOE en 1989 y el Gobierno Autonómico en 1995 (a su vez, el Gobierno Central en 1996).

Se acaba la gestión directa del poder en Madrid y se instaura la atmósfera de la decepción. Con los años, ni siquiera es la decepción del incumplimiento de las promesas políticas progresistas, sino la del no ejercicio del poder. El último empujón surge en las Autonómicas de 2003, que terminan en el Tamayazo.

Reafirmación de la decepción, ahora ya con una versión de amplio espectro: ni siquiera cabe esperar que la izquierda gobierne y se pueda mantener una distancia crítica en función de su ‘mejor’ o ‘peor’ ejercicio del poder, es que ni siquiera llega a ejercerlo, salvo el breve episodio del Ayuntamiento de Madrid entre 2015 y 2019. De forma bastante generalizada se llega a la conclusión de que se trata de un mal propio de «la política».

Es sensato pensar que en esta decepción se encuentra el punto de inicio del «círculo vicioso». A partir de aquí el proceso se retroalimenta, puesto que no hay manera de verificar la menor hipótesis positiva: los progresistas no ejercen el poder y por tanto no dan respuestas políticas a los problemas de la gente.

El paso siguiente es inmediato y sin solución de continuidad: para qué votar si con ello no se avanza en la solución de los problemas. Lo que continúa siendo sorprendente, a pesar de todo, es que no se llegue a la conclusión opuesta: al no votar se facilita el ejercicio del poder por parte de los privilegiados, que mantendrán sin esfuerzo alguno las condiciones sociales que les permiten vivir sin sobresaltos.

Falta de cultura democrática, sin duda. Pero todo conduce a pensar que la cosa es más profunda: la presunción que subyace es la de que no hay movilización social ni participación política que abran la vía de solución de problemas tan enquistados. En definitiva, se asume que la pobreza es consustancial a la sociedad en la que se vive y la resignación es la respuesta natural.

Este es realmente el famoso «círculo vicioso»: como no ha habido respuestas políticas favorables en el pasado, no tiene sentido intentarlas en el momento actual. Sin embargo, la conclusión debería ser la contraria: no hay manera de salir de esta situación sin una cultura política de la participación. Pero está visto que hay que vencer muchas inercias, como las que aquejan a los columnistas políticos. Hoy, 16 de abril, a veinte días de las elecciones madrileñas, uno de ellos escribe «…lo peor es que no se está ofreciendo a los madrileños un proyecto específico por el que merecería la pena acudir a votar para desplazar a la derecha del poder, tras 26 años de gobiernos conservadores». Es decir: primero me ofrecen y luego yo decido si voto, en lugar de primero voto y luego exijo. Otra forma de decirlo: el representado estaría en posición de exigir responsabilidad al representante sin asumir la suya propia.

La UE y sus flaquezas

Las flaquezas son las propias de un aparato con pretensiones de Estado sin serlo

Es bastante frecuente en los medios online el recurso al contraste entre la acción de la UE y las estrategias de los EEUU y de China. Cito una entradilla que apunta en esta dirección, aparecida en un artículo del 14 de abril de 2021: «La Unión Europea continúa con sus debates habituales, con su habitual indecisión; mientras tanto, el mundo gira hacia otro lado: EEUU y China están utilizando palabras prohibidas».

Francamente, me parece poco interesante establecer un paralelismo entre EEUU, China y la UE en el que se centra la exposición a partir de expresiones irónicas y a menudo menospreciativas cuando se alude a la UE. Semejante enfoque arranca de algo que no se cómo calificar: ¿error? ¿superficialidad? ¿embobamiento filo EEUU? Quizás el problema resida en una dificultad insuperable para abordar este tipo de reflexión desde la observación serena y el análisis más pausado de los datos de la realidad que es el objeto de atención.

Porque la cuestión crítica estriba en algo que debería estar ya claramente asumido desde hace mucho tiempo: no se debería confundir los planos al observar los comportamientos de la UE, que es lo que se hace al decir que «continúa…con su habitual indecisión». Se espera de la UE que actúe como un Estado, en términos equivalentes a los de los EEUU y China. Esta expectativa arranca del error básico: la clave de cualquier valoración de sus actuaciones tiene que estar en lo que la UE es y, desde unas primeras conclusiones, pasar a lo que debería ser, no a lo que debería hacer cuando carece realmente de las herramientas para actuar de la manera deseada por el analista de turno.

La síntesis de todo esto, finalmente, es muy sencilla: la Unión Europea no es un Estado. A efectos de comparación, esto quiere decir que no es acertado equipararla en los análisis con el Estado de los EEUU o con el Estado de China. A efectos de valoración de su actuación, este enfoque nos conduce a mostrar que la UE, efectivamente, padece una propensión manifiesta a caer en «debates habituales» y en una «habitual indecisión», lo que está motivado por su propia naturaleza, antes que por su burocrática y torpe gestión (que también).

Llegados aquí, la lógica de cualquier reflexión al respecto conduce a reenfocar las cosas y entrar en una aproximación a los problemas que constantemente se soslaya. Pregunta obligada para encabezar este enfoque: ¿Qué falta en la UE para que alcance de verdad la naturaleza de Estado, en el sentido moderno del término?

Un mercado común ampliado, como la Comunidad Económica Europea (CEE) de los primeros tiempos, es un club de intereses económicos más o menos compartidos, desde el que se regulan principalmente las prácticas comerciales que todos habrán de seguir. En su momento, este club jugó un papel necesario y muy deseado por sus fundadores: ser, además del regulador del mercado común europeo, un aula de debate en la que se podía limar asperezas sin repetir las numerosas experiencias bélicas anteriores.

Esas primeras funciones fueron desarrolladas y los objetivos, en esencia, alcanzados. Pero, en lo fundamental, las cosas se quedaron ahí. Una serie de aditivos a lo largo de los años no han hecho sino enfatizar el predominio de las facetas económicas en la configuración de la Unión y sus instrumentos.

Para ilustrarnos, dos cuestiones han marcado los límites del diseño original: las dimensiones de la Unión y la configuración de los aparatos propios de un Estado. Al respecto, las evidencias son muy nítidas. La Unión se ha ido ampliando con un sentido casi exclusivo de expansión del mercado compartido, poniendo a los nuevos miembros condiciones ajenas por completo a los principios democráticos o a la adecuación de sus aparatos institucionales. Y en cuanto a la propia institucionalidad de la UE, se ha reforzado hasta extremos insospechados el armazón ejecutivo y se le han adosado aparatos judiciales varios, pero el poder legislativo está muy lejos de constituir un poder del Estado en igualdad de condiciones con los de los Estados miembros de la Unión.   

Si se asume que esta es la realidad de la Unión, el análisis de su funcionamiento puede poner el acento en sus torpezas, indecisiones, lagunas y la larga lista de disfunciones que se dejan ver constantemente, siempre que al mismo tiempo se insista en que tales cosas tienen todo que ver con las insuficiencias del aparataje de Estado, que son las que deberían ser abordadas lo antes posible. Muchas de las llamadas «indecisiones» no son sino expresiones de sucesivas batallas de intereses contrapuestos, esas que en un Estado propiamente tal se dirimen dentro de los cauces constitucionalmente establecidos. ¿Necesidad de una Constitución europea, por ejemplo? ¿Necesidad de un andamiaje institucional en el que el Legislativo pueda cumplir de verdad con sus objetivos como legislador y fiscalizador?

Desde luego, se trata de una cuestión compleja, cuyas dificultades empiezan por las muy diferentes sensibilidades asociadas a tradiciones políticas dispares. Pero este camino hay que recorrerlo, y para ello no vale cegarlo una y otra vez con descalificaciones que están fuera de contexto.

La Unión Europea inconclusa

Cuando hasta el mercado común europeo deja de serlo

Desde hace ya unos cuantos años resulta bastante evidente que la Comunidad Económica Europea (la antigua CEE) pasó a ser la Unión Europea (la actual UE) con una pretensión fallida, la de ser más que un mercado común. Consiguió algunos de sus primeros propósitos, pero luego se fue quedando atascada entre la multitud de actos fallidos, de ampliaciones a destiempo y de confrontaciones inter Estados que debilitaron grandemente su capacidad de acción pactada en muchos campos decisivos.

A menudo aparece la tentación de establecer paralelismos entre la UE y los EEUU, pero a poco de ser realistas el asunto no da para mucho. Con sus contradicciones y su institucionalidad en muchos aspectos obsoleta, los EEUU constituyen un Estado. Con todas sus pretensiones en el mismo sentido, la UE es una suma de Estados que con excesiva frecuencia van cada uno por su lado.

Y la pandemia ha venido a representar para la UE un puyazo en sus órganos vitales. La gestión de las vacunas ha sido y es vergonzosa, no cabe duda ni hay excusa para tal conducta. Sin embargo, las pocas críticas vertidas, aunque en aumento, apuntan a Úrsula von der Leyen. Y la persona, cuya actuación puede merecer esas críticas, no es realmente lo importante. Lo que debería ser objeto de reflexión y de un análisis crítico descarnado es su presencia al frente de la Comisión Europea y la incapacidad de fiscalizar sus actuaciones.

Jean-Claude Juncker acaba de decir, refiriéndose al desastre de la vacunación, que “Estos no son fracasos de la Comisión. Son fracasos de todos los estados miembros, por eso no creo que ayude mucho prescindir de la señora Von der Leyen”. En cuanto a la persona, puede decirse que tiene toda la razón, pero en cuanto a la descripción me parece gravemente erróneo: no son «fracasos de los estados miembros» sino un grave fracaso de la UE amplificado por la hipocresía y la inacción de los estados miembros, que pretenden hacer como si no supieran que pertenecen a un mercado común sin capacidad de acción internacional supra-estatal.

Alguien añade «Ya se esperaba que la pandemia sería difícil para la Comisión Europea, que carece del poder fiscal y la autonomía de acción de una nación estado». Ahí está el quid de la cuestión, pero no se trata solamente de esto. No hay que olvidar que Úrsula von der Leyen es, antes que una dirigente europea, una comisaria alemana, que tiene como prioridad responder a los intereses del mayor país de la UE. A lo que se añade un factor coyuntural de la mayor importancia: están cerca las elecciones generales en Alemania y el partido de von der Leyen se la juega. Dicho más directamente, sus gestos están en este momento condicionados por entero a la imagen que quiere transmitir hacia su país.

Y entonces va resultando que la UE incluso deja de ser, en este asunto, un mercado común. No es ya que sea incapaz de asegurar el suministro de millones de dosis de las vacunas anti-Covid, es que ni siquiera es capaz de presentar ante la industria farmacéutica una posición negociadora única. Además, el fracaso inicial alienta todas las fuerzas centrífugas, y cada vez más los Estados miembros de la UE actúan por su cuenta para responder a los retos que enfrentan antes como Estados que como miembros.

Hay que sacar lecciones importantes de todo esto. Los fallos en la gestión pueden tener que ver parcialmente con las personalidades que se ocupan de ella, pero hay que enfocar el análisis muy principalmente hacia las insuficiencias y las fragilidades de la institucionalidad europea. Dicho de manera más directa: este entramado de Estados no puede ser dirigido con sentido de Estado-nación por ningún dirigente, cualquiera que sea su nivel de formación y su sabiduría personal.

En consecuencia, no se trata de propiciar el relevo de uno u otro encargado de la gestión europea sino de hacer avanzar a la UE hacia una verdadera integración supra nacional, armada con las herramientas propias de un Estado-nación. Y esta trayectoria debe iniciarse ante todo por los campos económico, financiero, laboral y fiscal. La inhibición de los Estados miembro no hace sino prolongar la agonía camino de una  inutilidad crónica.

P.S. El contrasentido de la UE llevado al extremo: «La Unión Europea se vuelca para tener un certificado de vacunación en verano». La supremacía de la burocracia conduce a diseñar certificados, de la vacuna ya hablaremos.

Política internacional de doble cara

Los EEUU venden lo mismo de siempre aunque cambien el envoltorio

Cuentan en los medios que «Biden supeditará su plan millonario de ayudas a Centroamérica a la lucha anticorrupción«, y que «Washington apuesta por un programa para que los migrantes no tengan que dejar sus comunidades de origen, …».

«Lucha anticorrupción» y «migrantes que ya no tienen que dejar sus comunidades de origen». Encomiables objetivos, así contados. Lo malo es que van exactamente en el sentido contrario al de la historia real, a esa historia que los estadounidenses le han impuesto desde tiempos inmemoriales a todos los latinoamericanos. En lo que a esta presunta iniciativa se refiere, los principales involucrados son las gentes de esos países que constituyen en la actualidad los principales componentes de la emigración hacia el norte. 

Los «migrantes dejan sus comunidades de origen» porque no pueden sobrevivir. Si desde tiempos de la colonia española el latifundio se impuso en la mayor parte de las zonas rurales, dejando poco y nada de tierra a los campesinos, muchos de ellos los aborígenes precolombinos y sus descendientes mestizos, tras la «independencia» fueron entrando en escena las grandes compañías fruteras norteamericanas. La rentabilísima explotación del plátano/banana y la piña, en particular (hoy en día el abanico se ha abierto, y ha entrado en escena la palma aceitera, por ejemplo), atrajo a los depredadores más desalmados, cuya estrategia global siempre fue una sabia combinación entre corruptelas para disponer de los mandamases a su antojo y apelación a los militares para sostener regímenes de excepción. La corrupción en las alturas y el nulo respeto por los derechos humanos de las grandes mayorías son los principales soportes del modelo de dominación estadounidense, muy particularmente en Centroamérica y el Caribe.

Con adaptaciones a las necesidades de cada época, las cosas continúan siendo más o menos así. De manera que la huida para sobrevivir es una constante en las existencias de los habitantes más pobres de esos países. Los pocos intentos de repartir tierras, que en algún caso aislado llegaron a plantearse como verdaderas reformas agrarias, han sido siempre aplastados por la fuerza militar, con el apoyo más o menos explícito y hasta presencial de los Estados Unidos.

Siguiendo el curso de esta historia, resulta verdaderamente inverosímil el enunciado avanzado por Joe Biden. Literalmente querría decir «meter en vereda» a las compañías estadounidenses que operan en esos países con total impunidad. Porque frenar la corrupción no consiste en identificar y juzgar, eventualmente, a los dirigentes lugareños deshonestos, sino en cortar el flujo de dólares manejado por las sociedades estadounidenses: no hay corrupto sin corruptor, cosa evidente pero en la que hay que insistir siempre, porque se suele ocultar o disimular a través del manejo de la propaganda. Y detener la huida de los más desfavorecidos depende sin duda de que puedan sobrevivir en sus tierras de origen, lo que conlleva una redistribución del territorio sin duda perjudicial para los intereses de esas sociedades.

EL actual Gobierno estadounidense lanza esta proclama de una manera que sugiere algunas ideas ‘malévolas’. Por ejemplo, que no sabe qué hacer con los enormes flujos migratorios porque su economía ya no es capaz siquiera de absorber la oferta de mano de obra in situ, de manera que necesitan hacer alguna propuesta ilusionante a fin de evitar tales movimientos. Pero la realidad es tozuda y cuesta asumir la idea de que Biden la torcerá hasta el punto de forzar la distribución de tierras a los campesinos pobres de esos países. Porque de aquí nace una pregunta inmediata: ¿cómo se hace para disponer de tierras de cultivo a distribuir entre toda esa gente si pertenecen a las grandes compañías fruteras y adláteres? Además, una cuestión colateral no menos determinante: ¿cómo se da ese paso sin que los poderosos de cada país se pongan en primera fila para quedarse con las tierras?

Si todas estas cuestiones son de verdad relevantes, la conclusión a la que se puede llegar es la de que basta con llevar a la práctica una propuesta como la que se está anticipando para generar una situación de alto riesgo. De un lado, existe la necesidad de que los países destinatarios de esta nueva estrategia tengan la organización política y los medios institucionales necesarios para materializar los logros pretendidos. Esto conlleva obligatoriamente un cambio histórico que suscitará resistencias internas muy poderosas por parte de los privilegiados que se han beneficiado de las corruptelas de siempre. De otro lado, la posición de las compañías que explotan esas tierras tendrá que alterarse por completo, y la cuestión suscitada las empujará sin duda a redefinir sus negocios in situ, cambiando el núcleo de su actividad o, más bien, reclamando las compensaciones que consideren oportunas y que estén en condiciones de obtener en la práctica a cambio de esas tierras que mantienen ocupadas.  Más allá de la soflama propagandística, no está claro en absoluto adónde puede conducir una apuesta de esta índole. Y no es la primera vez que se exhibe una presunta generosidad con fines que están lejos de alcanzarse en la práctica. Quien tenga memoria puede recordar la famosa «Alianza para el progreso», típica propuesta kennedyana, que se mantuvo en teoría vigente a todo lo largo de la década de 1961 y no dejó más rastro que algunos indicios de presencia estadounidense en la región, aunque la huella del anticomunismo que predicó sigue visible en muchos aspectos de la cultura política.