Quién manda aquí

La correlación de fuerzas en el tablero mundial se modifica muy de prisa

Me es indiferente quién ha escrito el artículo cuyo titular y cuya entradilla se reproducen a continuación:

«¿China conquista Europa? Sí, hace años…«. «El avance del gigante asiático en los países de la UE antes incluso de la emergencia sanitaria por el virus alimenta las suspicacias comunitarias».

Reparo especialmente en la cláusula de temporalidad: «…antes incluso…». Y lo hago porque se ha ido instalando una idea (¿plena convicción?) muy peligrosa: la de que prácticamente la historia de la humanidad solo se puede entender con un antes y un después de la aparición de la pandemia.

Esto, sin duda, entraña un riesgo cierto: que no se haya entendido hasta ahora, y posiblemente se siga no entendiendo, procesos políticos y económicos que llevan tiempo introduciendo cambios de fondo en la historia de la humanidad. Muy en concreto, porque es lo que parece introducir la inquietud mayor en las cabezas de los columnistas: China gana posiciones, Estados Unidos las pierde, y Europa tiene cada vez más cartas para convertirse en dependencia de la nueva potencia dominante.

Dramática perspectiva. En ellas tienen sus papeles respectivos los actores mencionados: ¿que los Estados Unidos están en decadencia?, no cabe duda, y menos ahora con la catástrofe que se han organizado ellos mismos con la pandemia; ¿que China es una potencia ascendente?, no parece una novedad surgida después de Wuhan; ¿que Europa es cada vez más débil y será cada vez más dependiente?, pues sí, y para alcanzar esta convicción basta con seguir de cerca la trayectoria reciente de la Unión Europea, incapaz de actuar como una potencia unificada ante la secuencia de vicisitudes vividas desde la crisis de 2008 (y, antes de ello, incapaz de poner en pié una unión política que era indispensable para hacer valer su potencia teórica).

Tras la evidencia del cambio de mando a escala planetaria, solo una estrategia aparece como verosímilmente eficaz para la UE: la unidad política y la política económica común, eso que nunca se ha alcanzado y se vuelve a cuestionar en plena crisis de la pandemia. Cada uno por su lado, es el concepto dominante en algunos Estados-miembro, y de ello cada quien debería ir pensando en extraer las conclusiones inevitables. Curiosamente, tal tentación encuentra sus principales valedores en Estados medianos o más bien pequeños, como Holanda, Austria, Suecia, Dinamarca,…, es decir, perfectos candidatos a convertirse en satélites de la nueva potencia, tal como en su día lo fueron de la Unión Soviética países como Hungría, Checoeslovaquia, Bulgaria, incluso Polonia,…

Rescates empresariales y prioridades sociales

Carrera por ocupar los primeros lugares en el reparto

«El Estado-nación no tiene futuro», ha dicho Ángela Merkel. Al día siguiente se nos informa de que el Estado alemán, aprovechando la baratura a causa de la caída en bolsa, alcanza el 20% de Lufthansa «para rescatarla». Ojo, que el grupo Lufthansa incluye también a Austrian Airlines, Brussels Airlines, Eurowings y Swiss.

Coste de la operación para las arcas públicas alemanas: 9 mil millones de euros. Y lo que está en juego se resume así: 140 mil trabajadores, 760 aviones y un negocio prácticamente reducido a cero. Según los directivos de la compañía, la situación le está costando en torno a un millón de euros en efectivo cada hora del día. El resultado no deja lugar a dudas: los 9 mil millones de dinero público cubren el agujero en las cuentas de una compañía enteramente privatizada en 1997. Parece que no fuera necesario, pero nunca está de más insistir en ello: mientras hubo beneficios seguía siendo privada, nada más comenzar las pérdidas se socializan vía desembolso de dinero público.

Y la lista en el sector aéreo continúa con una escalada de inyecciones de dinero público: Italia con Alitalia, Francia con Air France, Reino Unido con British Airways,…

Es un sector que constituye tan solo un primer ejemplo.

También el sector del automóvil: nos hablan ya del grupo Renault, que ha pedido al Estado francés, poseedor del 15%, un préstamo garantizado de 5.000 millones de euros; Jaguar Land Rover pide financiación por un importe de 1.000 millones de libras (más de 1.100 millones de euros) al Gobierno británico para superar la crisis del Covid-19; asimismo, una parlamentaria de Podem en el Parlamento catalán nos hace saber que «Ganar tiempo para Nissan es ganar futuro para el país», lo que viene a ser equivalente a vayamos echando la cuenta de la factura que está al caer. Y ya sabemos que detrás de este declive es arrastrada toda la industria auxiliar (piezas, componentes,…).

La carrera se ha iniciado: hay que ocupar los primeros lugares por la sencilla razón de que el dinero que estará disponible en algún momento para tapar los agujeros no será ilimitado. Y la lista va a ser larga, de grandes empresas y sectores en estado de calamidad: compañías aéreas, compañías de cruceros, compañías de alquiler de coches (Hertz ya ha anunciado su bancarrota), muchas cadenas hoteleras, gran parte de la industria textil y de vestuario, y la del cuero y calzado, las macrogranjas porcinas, algunas de las modernas plataformas (¿Airbnb?), etc.

La pregunta pertinente cobra forma de inmediato: ¿en qué lugar se van a situar los servicios sociales, cuya recuperación es indispensable para garantizar la vida de los europeos? ¿Quedará algo de dinero público para evitar que todos esos servicios desaparezcan o se deterioren hasta los extremos vistos al hacer frente a la pandemia? La memoria de los humanos es corta: no hay que fiarse de que la empatía de los aplausos a los sanitarios se prolongue en el tiempo y logre impulsar un proyecto serio de retorno a los niveles de servicio anteriores a la «austeridad», que se los llevó por delante con recortes y privatizaciones. Ni siquiera está claro que los que aplauden, muchos de ellos nutriendo las huestes volcadas sobre bares, playas y otros lugares de recreo sin orden ni concierto,  sean conscientes del estado comatoso actual del sistema sanitario y de que no resistiría una nueva oleada de contagios.

Ya no se habla de austeridad, naturalmente. Manga ancha para ciertos desbordes de las cuentas públicas, entendiendo que se trata de salvar los negocios en ruina. ¿Y también todo aquello que los pueblos europeos hemos perdido de calidad de vida? No hay una respuesta tajante para la pregunta pero sí dudas verosímiles de que sea afirmativa, salvo que nos tomemos en serio la exigencia de evitar a cualquier precio el retorno a «la normalidad» que preconizan ciertos medios. De esa normalidad pre pandemia tenemos demasiadas evidencias que la hacen indeseable.

Aritmética de colegio

Números y situaciones sociales

Las facilidades que otorga la aritmética: en España hay unos 3,8 millones de parados, entre 47 millones de habitantes; en los EEUU hay 38 millones de parados, entre 327 millones de habitantes. Es decir, un ratio de 8,1% frente a un ratio de 11,6%.

Ojo, no se trata de tasa de desempleo, sino de un ratio directo desempleo/población. Y conviene anotar que la famosa tasa de desempleo, por sí sola, permite mantener oculto otro factor que tiene su importancia: la tasa de actividad, que en los EEUU ha ido cayendo y muestra hoy una reducción de unos cuatro puntos con respecto a comienzos del siglo XXI. Esto viene a decir que la situación del paro en los EEUU es peor de lo que refleja por sí sola la tasa de desempleo: esos cuatro puntos representan a población que ha salido del ámbito laboral y se ha ido a su casa o al empleo sumergido.

Viene a cuento porque la información sobre la evolución de la economía norteamericana aparece solo ocasionalmente, siempre fragmentada, rara vez fundamentando un análisis de mínimo rigor para entender la fragilidad de esa sociedad. Me refiero, claro está, a lo que hay en los medios de información en España, porque en los EEUU, al margen de un sistema estadístico eficaz, hay un sinnúmero de entidades universitarias (institutos de investigación, fundaciones, cátedras,…) que dedican especial atención a estas cuestiones.

Además, hay que introducir en esta reflexión un hecho fundamental que diferencia ambas situaciones. Esos 3,8 millones de parados españoles continúan teniendo protección sanitaria, lo que no ocurre con la gran mayoría de los 38 millones de parados norteamericanos.

¿Causa de la omisión en España? Solamente alcanzo a imaginar que, tratándose del mayor ejemplo de política económica neoliberal, resulta doloroso para la cultura nuestra asumir que el experimento norteamericano deriva en fracaso, sobre todo en un momento como el actual, cuando estamos padeciendo en nuestra propia sociedad los sufrimientos que se derivan de semejante experiencia.

Es muy conveniente que estemos informados sobre lo que acontece en el mundo que nos rodea y seamos capaces de analizar su trayectoria. De lo contrario nunca llegaremos a entender la dimensión de nuestros propios problemas y los peligros de ciertas tendencias que se abren paso de la mano del neoliberalismo más ramplón, ese que sustenta casi toda la acción política de la derecha española.

La «normalidad»

Hay que decidir cuál podrá o deberá ser su configuración

La «vuelta a la normalidad» es una frase acuñada para superar la melancolía del encierro. La «normalidad» a la que se alude tenía una forma concreta, en la que el paso del tiempo, sobre todo en estos últimos años, iba consolidando facetas cada vez más indeseables.

Importante: reflexionar hasta alcanzar la convicción de que las cosas iban mal, es decir, retornar a un diagnóstico que ya se venía haciendo y reafirmaba cada día los peores presagios. Crisis de la economía capitalista financiarizada, de la globalización extrema, de la financiación de todo vía endeudamiento sin control, de la desigualdad social, y un largo etcétera. Todo esto lo teníamos ya en mente e íbamos fortaleciendo las explicaciones y sustentando cada vez mejor algunas propuestas de cambio de rumbo. ¿O no era eso, por ejemplo, el repentino golpe de conciencia climática?

Si se está de acuerdo con esta sucinta descripción, que habla de graves dificultades y anticipa catástrofes sin cuento, no tiene el menor sentido realista la aspiración de una «vuelta a la normalidad». Porque el presente que estamos describiendo, incluidos los perversos efectos de la pandemia, viene de ese pasado cuya oscuridad disimulamos apelando a «la normalidad».

No, no queremos, no podemos querer «la vuelta» a esa «normalidad». Si estamos de acuerdo en esto, resulta evidente que el esfuerzo debe dirigirse hacia la construcción teórica y el despliegue práctico de una nueva «normalidad». En esto hay que empeñarse.

Liquidación en curso

La factura está ya endosada

Leo el 20 de mayo de 2020:

«España y el sur se acercan al plan de recuperación franco-alemán ante la urgencia de la crisis y el contraataque de Holanda y sus aliados«.

Es exactamente lo que es: un «trágala» disimulado con medio billón de euros. A lo mejor no lo parece, pero lo es.

¿Por qué? Esta cantidad está muy por debajo de los 2 billones de la resolución del Parlamento Europeo o de los 1,5 billones planteados por el Gobierno español, es incuestionable. Pero el propio enunciado del acuerdo da una pista cierta: se trata de que «Las ayudas estarán basadas en un compromiso claro de los Estados miembros de aplicar políticas sólidas y una ambiciosa agenda de reformas». Dicho de otra manera, son Estados-nación que aplicarán «políticas sólidas» (¿¿??) y una «ambiciosa agenda de reformas» cuya concreción tomará la forma de una «reconstrucción de los sectores y regiones más afectados». No se habla de Estados nacionales con economías dañadas, e incluso se denuncia la tentación de volver a la referencia del Estado-nación.

Repasando la historia reciente de la Unión Europea, es inevitable recordar que fueron Estados-nación los arrinconados y semi-desguazados con la política de la austeridad, léase Grecia y también España. Pero en la crisis actual no hay que dejarse llevar por el nacionalismo: «el Estado-nación no tiene futuro», dice Ángela Merkel. Hay que reconstruir sectores y regiones, que pueden pertenecer a cualquier Estado de la Unión, por ejemplo a los países menos damnificados; de lo que se deriva una consecuencia para el Sur de Europa: Estados-nación especialmente dañados tendrán que ir pensando en aceptar resignadamente lo que sobre tras el reparto inicial o en buscar otras vías de escape para no volver a ser los grandes perdedores.

Porque si abandonamos el terreno de las buenas intenciones y de las formulaciones genéricas, para avanzar hacia alguna forma de concreción del acuerdo germano-francés, la «ambiciosa agenda de reformas» puede pensarse como un programa de rescate de, por ejemplo, las grandes compañías aéreas, afectadas muy gravemente por la drástica reducción de la movilidad internacional. ¿Puede ser? También se puede pensar en la industria del automóvil, que lleva meses, si no años, renqueante, no a causa de la pandemia sino de su propio desfase con respecto a los tiempos en que vivimos. ¿Entraría esto en la «agenda de reformas»?

¿Y las regiones? Por ejemplo, esa antigua RDA (República Democrática Alemana), cuya integración en la Alemania de la UE le costó una millonada al conjunto de los Estados-miembro, que pagaron la cuenta antes de ese futuro que no llegará según Merkel, región que nunca ha conseguido ponerse a nivel y que para el Gobierno alemán representa además el quebradero de cabeza del auge ultraderechista. ¿Entrará en la «agenda de reformas» para salir del abismo histórico?

Bruselas nos alerta de las consecuencias de los recortes en servicios sociales que la propia UE lleva una década exigiendo: ¿tendrá un lugar nuestra sanidad entre esas «políticas sólidas» de las que habla el famoso acuerdo? ¿Y todos los servicios sociales que la austeridad se ha llevado por delante?

Sea como sea, el sencillo resumen está a la vista: proceso de ‘reconfiguración’ en el que los estados fuertes se llevarán la parte del león y en el que la lenta liquidación de la Unión Europea tendrá una factura de desigualdad entre Estados que será nuevamente endosada a los países del Sur.

Y hacia el norte asistimos a la penuria de los proyectos nacionales con ínfulas de potencias pretéritas. El Reino Unido del Brexit continúa siendo el país de la impotencia por no haber logrado asumir que el imperio victoriano se acabó: soñando con recuperar su esplendor se lanza a la aventura en solitario, camino del despeñadero. Se suma el país de la «grandeur», esa República Francesa que se desespera constatando cada día que no consigue superar su condición de potencia menor, y en medio de su angustia no encuentra mejor respuesta que una reedición del eje franco-alemán de los inicios de la UE.

¿Beneficiario? Alemania, el único de estos países con potencia industrial y fiereza política para imponerse: el nacional-capitalismo alemán, guste o no heredero del nacional-socialismo de la primera mitad del siglo XX y del nacional-populismo de la segunda mitad, está mucho más fuerte que sus socios europeos y no se sustrae a la tentación de volver a imponer su hegemonía sin cortapisas. Si para eso hay que desplegar un nuevo discurso, como el de «los Estados-nación no tienen futuro», se coge este camino y se formula una estrategia que difumina – o al menos esta parece la intención – la evidencia de que sector a sector y región a región se pueden concretar esas «políticas sólidas» en beneficio propio. Porque nadie habla de fortalecer la Unión Europea, de dotarla de una sólida unidad política y de promover la igualdad entre sus miembros, se trata solo de sectores y regiones que serán los objetos a tratar con las «ambiciosas reformas», estén donde estén y pertenezcan a quien pertenezcan.

Una síntesis extremadamente peligrosa: se desvanece el papel de los Estados-nación, se fortalece la supremacía alemana, se concentra el esfuerzo económico en «reformas» cuyo alcance y cuya materialización se desconocen y se vacía de contenido la Unión Europea. ¡Sálvese el que pueda!

Recetas para una liquidación

Anticipando el fin de la Unión Europea

¿Norte y Sur cada vez más por su propio camino? Puede interpretarse así la información proporcionada por la Comisión Europea. La Comisión dice que Alemania, que supone aproximadamente un 25% del PIB de la UE, representa alrededor del 52% del valor total de la ayuda estatal de emergencia para el coronavirus aprobada hasta ahora. Francia e Italia comparten el segundo lugar, cada uno con el 17%.

No debería ser necesario recordar que «La Unión Europea es menos Unión de lo que parece» (https://lacalmatraslatormenta.wordpress.com/2020/05/09/la-union-europea-es-menos-union-de-lo-que-parece/). Hay demasiados datos al respecto, que deberían estar formando parte de una reflexión global. Porque la noticia comentada nos indica que la acumulación de disparidades y disfunciones a lo largo de tantos años, presunta herencia de una historia susceptible de enmienda, tiene una continuidad inmediata en plena crisis actual, crisis con escasos precedentes en la moderna historia europea y que nunca ha aparecido con esta virulencia en la trayectoria de la comunidad de Estados hoy conocida como Unión Europea.

Numerosos analistas muestran desde hace semanas – incluso meses y, en algunos casos, hasta años – su inquietud por las tendencias centrífugas, de las que el Brexit parece no ser más que una demostración ruidosa. La calificación de «ruidosa» viene a cuento porque la mayor parte de esa centrifugación se va gestando en la sombra, con más o menos manifestaciones visibles pero siempre fuera del ámbito de complejas negociaciones formales entre Estados miembro.

La noticia sobre esta primera época de las ayudas estatales a cuenta de la pandemia viene a ser, entonces, un peldaño más en la escalera que conduce al abismo.

Todo apunta a una acumulación de evidencias que sustentan una afirmación cada día más categórica: solamente una alianza de los europeos del sur puede evitar que se imponga la ley del más fuerte, aspiración sostenida principalmente por Alemania y Holanda; y evitar que semejante tentación termine por obligar a otros países a sumarse a operaciones de distanciamiento «higiénico», es decir, a buscar su propio camino para no caer en el desfondamiento de sus economías y de sus modelos de convivencia democrática.

Esa alianza del sur es glosada e incluso preconizada por Romano Prodi en la entrevista publicada por lavanguardia.com, en su edición del domingo 17 de mayo. Empieza por «Si Francia, Italia y España siguen juntas, cambiará la UE», para decir más adelante que «estos tres países representan a la mitad de la población, y si juntamos a otros como Portugal…».

Y el soporte financiero de esta alianza podría encontrarse en los «bonos perpetuos» que recomienda George Soros, alabando la iniciativa del Gobierno español en este sentido, ignorada en la cumbre europea de abril. Y Soros remata su inquietud diciendo que «Si la UE no es capaz de considerar esa posibilidad dado lo excepcional de las circunstancias actuales, es posible que no sobreviva. Esto no es sólo teoría, sino una trágica realidad».

Desde este momento resulta inevitable destacar que toda iniciativa unitaria y solidaria solo parece encontrar un foco creativo en el sur de Europa. Y que desde esta plataforma de lanzamiento, si la iniciativa prosperara, podría articularse la estrategia de reconfiguración y consolidación de la Unión, avanzando hacia la unificación de tantas políticas e instituciones que separan a los Estados miembro y los abocan día tras día a plantearse una huida salvadora.

Como ejemplo de huida no hace falta referirse al Brexit… Pero los estímulos para tomar una decisión tan radical no dejan de acumularse, y tras la entente entre los Gobiernos francés, español, italiano, griego, maltés y portugués, que abría una vía positiva, y la resolución del Parlamento europeo a favor del «paquete de recuperación» de dos billones de euros, viene otra vez el jarro de agua fría: el eje franco-alemán se recompone y formula una propuesta rácana, en la línea de no soltar el dinero que es propia del norte de Europa: medio billón de euros en dinero fresco y en transferencias.

Parece que no vamos a ser capaces de escapar de la «trágica realidad» de la que habla Soros.

Evitar los referentes maniqueos

Asia como pretendido paradigma de la lucha contra la COVID-19

‘Gentes sabias cayendo en la trampa’: para justificar su discurso a favor de la realización de las elecciones en Galicia y País Vasco, un columnista precisa que «Se dispone, además, de la experiencia de Corea del Sur, que ha sido sumamente exitosa y de cuya organización técnica se pueden copiar directamente muchas cosas.»

El mismo día, sin relación alguna con la citada reflexión, la agencia EFE informa de lo siguiente: «Corea del Sur registra el mayor aumento de casos en un mes debido a un nuevo brote. La identificación de este nuevo foco llega en la misma semana en la que Corea del Sur había relajado el distanciamiento interpersonal  ….ante la caída de casos.» Y añaden: al menos mil quinientas personas acudieron a los clubes y bares afectados por el brote. No obstante, nos cuentan, «dar con todos ellos puede ser algo más complicado de lo habitual puesto que los establecimientos están ligados a la comunidad LGTBI, la cual sufre intensos prejuicios en Corea del Sur».

Más que suficiente para adoptar actitudes cautelosas: relativizar cada hipótesis y sus derivaciones y no dar el salto al vacío de copiar a quien se desconoce.

Desde el primer momento me ha parecido ridícula y, sobre todo, peligrosa la inclinación a ensalzar las prácticas asiáticas ante la pandemia y la demanda reiterada de que sus métodos fueran imitados en España (y en otros países). ¿Copiar el control policial de la población que es práctica habitual en China? ¿Imitar la flema japonesa tras la cual un día se descubre que hay poco eficaz en su despliegue más allá de su hieratismo reconocido? ¿O copiar a Corea del Sur, donde si se contagia un LGTBI intentará ocultarlo para no verse obligado a reconocer públicamente su condición porque es socialmente mal vista?

Un ruego: pensemos por nosotros mismos, desde nuestra cultura y nuestra capacidad de elaborar respuestas razonadas; evitemos la simple copia de prácticas aisladas rebotadas desde culturas por completo diferentes. Y, ya con los pies en la tierra, dejemos de contemplar boquiabiertos las presuntas maravillas de las sociedades orientales.

La Unión Europea es menos Unión de lo que parece

Limitaciones que a menudo olvidamos

En diferentes ocasiones y por motivos diversos tengo la tentación de ir recordando todo lo que la Unión Europea no es.

Por ejemplo, el 19 de marzo recién pasado publicaba en mi blog «La Unión Europea, la crisis y el virus» (https://lacalmatraslatormenta.wordpress.com/2020/03/19/la-union-europea-la-crisis-y-el-virus/), donde destacaba precisamente lo que la Unión Europea no es: no es una unión política, ni una unión monetaria, ni una unión fiscal, ni una asociación de protección mutua, tampoco una unión en materia de política sanitaria.

Últimamente, además, nos obligan a asumir cada dos por tres que la Unión Europea tampoco es un espacio judicial unificado ni una unidad en el ámbito de las relaciones internacionales.

No es un espacio judicial unificado, no ya por los dispares pronunciamientos judiciales acerca de los independentistas catalanes y sus muchas derivaciones en Bélgica, Alemania, Luxemburgo, etc., sino porque ni siquiera está clara la división y aún menos la jerarquía de los tribunales europeos y los nacionales. Esto hace que nos encontremos con un asunto como el de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán, que cuestiona un programa de compra de bonos puesto en marcha por el Banco Central Europeo en 2015, en abierta contradicción con una sentencia anterior del tribunal europeo. Y esto suscita, ya en puertas de la tercera década del siglo XXI, una postura tan elocuente como la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), replicando a Alemania – a su Tribunal Constitucional, nada menos – que es el único competente para decidir si el Banco Central Europeo cumple la ley.

A estas alturas, el TJUE se tiene que descolgar con un comunicado para asentar la idea, y ratificarla ante los Estados miembros, de que los tribunales nacionales “están obligados a garantizar el pleno efecto del Derecho de la Unión. Solo así puede garantizarse la igualdad de los estados miembros en la Unión creada por ellos”.

Y así sucesivamente.

En el contexto descrito, que se resume en todo lo que la UE no es, resulta especialmente inquietante un componente extra en la negación europea: la UE no es una potencia con una presencia internacional reconocible. Los intereses nacionales están en todo momento en primera línea a la hora de decidir y actuar en las relaciones con terceros países. Esto es sin duda cierto: tiene viejos antecedentes y componentes modernos muy vigentes hoy en día.

Hay asuntos que vienen de lejos o no tan lejos, pero sin duda intervienen en cualquier definición que se intente para esa presencia internacional conjunta: desde las viejas trayectorias imperiales hasta los más recientes conflictos militares y sus derivadas, hay un amplio abanico de peculiaridades nacionales que casi siempre se acaban imponiendo en las actuaciones por el mundo y rebajan a mínimos los ámbitos de acuerdo inter-estados.

No parece necesario insistir mucho en lo de las trayectorias imperiales: de ellas se derivan relaciones con las antiguas colonias que marcan rutas propias en diversas facetas, cosa apreciable en materia de acuerdos comerciales, acuerdos intergubernamentales (de nacionalidades y derechos personales reconocidos, por ejemplo), de convergencia en asuntos culturales de gran amplitud, etc. Gran Bretaña, España, Francia, como principales cabezas de antiguos imperios transoceánicos, mantienen una gran variedad de relaciones privilegiadas con sus ex colonias.

Hasta aquí, todo encaja con el pasado y con los rastros culturales compartidos que han arraigado y facilitan múltiples convergencias por separado. Pero ya en los tiempos modernos nos encontramos con unos elementos menos conocidos y, sobre todo, menos aireados. Tienen que ver con los enfrentamientos militares y políticos del siglo XX, sobre todo en su segunda mitad, y con su extrapolación hacia el siglo actual.

Una manifestación extrema de las consecuencias de esta historia reciente es la presencia de tropas extranjeras en varios países de la Unión Europea. Una vez caído el muro de Berlín y deshecha la dominación soviética de la Europa del este, lo que queda es la omnipresencia norteamericana y de su brazo armado, la OTAN. Por lo pronto, hay bases militares, navales y aéreas en varios países, y contingentes de tropas importantes en algunos de ellos.

Italia (6 bases, con fuerte presencia naval), Reino Unido (5 bases militares) y Alemania (9 bases con más de cincuenta mil hombres) son los países europeos que más bases albergan, pero también las hay en España (Rota, naval, y Morón, aérea), Grecia y Portugal, además de otros países ribereños del Mediterráneo.

La pregunta es casi superflua: ¿qué política exterior independiente puede desplegar cada uno de estos países habitados por fuertes contingentes armados de los EEUU? Una vez señalado esto, hay que añadir un elemento de segundo rango pero muy importante: ¿hacia quién dirige sus focos la potencia extranjera que ocupa estas bases, las dota de medios navales, aéreos o militares, y las utiliza en momentos de crisis de su política hacia el resto del mundo?

Difícilmente se puede pensar en una política exterior autónoma de cada Estado miembro de la Unión Europea con respecto a los EEUU. Más difícil es concebir una base mínima de acuerdo entre esos Estados para formular y aplicar un política exterior compartida, por ejemplo debido a que las bases que cada Estado alberga apuntan hacia objetivos que son determinados por el titular de las mismas, que a efectos europeos pueden hasta ser contradictorios. Por ejemplo, con apoyo en la base aérea de Morón se puede organizar un puente aéreo de suministros para surtir a contingentes preparados para hostigar a Irán. ¿Puede Alemania, al mismo tiempo, desplegar una política propia hacia ese país, por ejemplo en forma de acuerdos comerciales? Parece más que dudoso, y la Unión Europea desde luego que no lo puede hacer. Lo que se dice aquí en el caso de Irán vale para todos los países hacia los cuales EEUU despliega su furia militar (y casi no hace falta recordar el hostigamiento norteamericano a Venezuela, del que la Unión Europea participa sin que se sepa muy bien por qué).

La derivada funcional de todo esto es casi anecdótica: existe un «Alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad», cuyas funciones resultan puramente retóricas si uno se atiene a la ausencia de política exterior unificada en la UE. Sin embargo, se nomina a una persona para que ejerza este cargo, lo que hace pensar en una figura decorativa para aparentar que se tiene lo que no se tiene.

Historia de verdad

El poder en España y sus ocupantes

Un columnista de la prensa online se refiere a las andanzas de Juan Carlos I y a la investigación acerca de sus oscuros negocios con la banca suiza. Y señala que todo esto era conocido entre múltiples gentes: «Lo sabían los grandes empresarios, los grandes banqueros, los principales políticos, los grandes medios de comunicación».

Aprovecho la frase para acotar ese terreno fangoso en el que se mueve la opinión española, del que mucha gente suele escapar por el camino fácil de la pura y simple responsabilización de «los políticos». «Los políticos» suelen ser los que todo lo estropean, argumento facilón en un país en que políticos ha habido pocos a lo largo de su historia moderna. Y no es que no nacieran, es que el escenario para ellos siempre ha sido muy estrecho, ocupado como ha estado la mayor parte del tiempo por monarcas, generales, obispos, oligarcas, parientes cercanos y otros adláteres.

Repasemos esa breve relación de personajes presuntamente enterados de las tales andanzas.

Primero, «los grandes empresarios»: solamente consigo pensar, a este respecto, que estamos hablando de aquellos cuyas cuentas de resultados se perfilan desde la aplicación de los fondos públicos para todo tipo de actividades, sean legales o ilegales, transparentes u opacas, legítimas o fraudulentas,… Es verdad, hay algunos grandes empresarios que han desarrollado nuevos negocios y lo han hecho trabajando con iniciativa los mercados emergentes y aprovechando oportunidades ajenas a los dineros públicos. También hay que decir que la evasión fiscal es práctica generalizada, incluso entre ellos: otra forma de atacar la caja del Estado. Y, claro, participar en el reparto de los dineros públicos, sea por contratos o por evasiones, implica en general estar a bien con el Estado a todos sus niveles, incluido ese nivel de jefatura que para nosotros, los españoles de a pié, es intocable.

Segundo, los grandes banqueros: aquí sí que podemos suponer con fundamento que no es difícil encontrar actores protagonistas, y, por razones casi obvias, muy cercanos a la cúspide del poder del Estado. Tan cercanos, que son los únicos que merecen el favor del Estado en forma de rescate cuando se han equivocado en los negocios y las cuentas ya no les salen. Además, estamos ante una categoría que, esta sí, es indiscutiblemente supra nacional. Es decir, a efectos de un Estado-nación como el español, están por encima del bien y del mal.

Tercero, «los principales políticos»: interesante, porque acotar el campo siempre es necesario. «Principales» no delimita un perímetro preciso pero al menos nos dice que son ellos, no «los políticos» en general, quienes manejan la información privilegiada y, desde ahí, toman las decisiones trascendentales o, al menos, intentan dirigir a la ‘opinión pública’. En el momento actual, y también en momentos anteriores, esos «principales políticos» tienen ocupaciones más atractivas que andar por ahí alentando o apoyando comisiones de investigación en el Congreso: todas terminan muriendo por inanición. Dirigir a la opinión y dificultar la fiscalización, dos funciones que cumplen a cambio de diversas prebendas.

Cuarto, «los grandes medios de comunicación»: en este caso, más que las entidades, sus hacedores de opinión, los que, por convicción y/o por orden superior, definen y repiten cada día la ‘línea editorial’. Y, en materia de línea editorial, hay un amplio consenso entre esos «grandes medios»: la jefatura del Estado de los Borbones no se toca, sea lo que sea que hagan en perjuicio del pueblo español, por ejemplo no pagar los impuestos debidos. Y a las pruebas se puede uno remitir: las investigaciones de la justicia suiza sobre las tales andanzas no merecen ni siquiera un «suelto» en estos medios. Por su parte, la supuestamente renovada TVE mantiene unos telediarios que en ocasiones son vergonzosos, enfatizando la unilateralidad y la ausencia de contexto en la información que transmite, enteramente sesgada a favor de una ideología que es cualquier cosa menos progresista.

Dicho todo esto, se entiende perfectamente si añado que me espanta la propensión generalizada a convertir a «los políticos» en los chivos expiatorios de las barras de bar, tan pobladas habitualmente en España. Aparte de atribuirles razonablemente una honestidad personal, hay que decir que la gran mayoría de «los políticos» carecen de instrumentos para pegar sablazos y más aún para vaciar las cajas de las Administraciones que mantienen en funcionamiento, no digamos de sus posibilidades de estar informados de lo que se hace y se deshace en las máximas alturas del poder.

Cultura política y práctica democrática es lo que las gentes de España necesitamos para remar en otra dirección, ahora que el viento sopla epidémico y nos aboca a una debacle económica y social generalizada.

Pandemias y otros fenómenos apocalípticos

La globalización como vehículo principal

Para mí se ha convertido en un símbolo el mapamundi atravesado de manchas de la extensión del coronavirus de este a oeste, entre paralelos que sitúan el grueso del impacto en zonas marcadas por el invierno boreal.

Últimamente ha aparecido varias veces la recreación con puntos móviles de las rutas aéreas en épocas anteriores y ahora, en plena pandemia. El contraste es brutal, pero también es evidente la concentración de vuelos en el mismo hemisferio norte y en la misma banda planetaria, con una elevada densidad en los movimientos este-oeste.

¿Qué nos dicen estas imágenes?  ¿Qué nos anticipan estas imágenes?

Nos dicen que tenemos en común un desarrollo urbano-industrial muy concentrado, propiciador de contaminación. Nos dicen que compartimos una movilidad extrema, de personas, bienes y males diversos. Nos dicen que, a lo mejor – a lo mejor – , alguna incidencia tiene aquí la estación del año, con sus temperaturas invernales.

No podemos cambiar de estación del año a voluntad. Solo cabe idear la esperanza de que la subida de las temperaturas nos ayude a frenar la epidemia. Pero sí podemos aspirar a usar nuestra voluntad en la reconducción de nuestro propio desarrollo como especie sobre el planeta.

El trasiego de personas y de bienes está en proporción directa con el avance y la extensión planetaria de la globalización. Si todo se desplaza, no hay razones para imaginarnos a salvo del desplazamiento de las enfermedades. Nos preocupamos de vigilar los movimientos de las personas, a través del control de su documentación, pero sin impedirlos. Nos preocupamos de implementar mecanismos de seguimiento y control de los movimientos de bienes, pero solo los regulamos, no los impedimos.

¿Y por qué no hemos previsto en absoluto un seguimiento y un control de otros movimientos, por ejemplo los de las enfermedades? ¿Por qué, además, hemos deconstruido al mismo tiempo el conocido como Estado de bienestar, debilitando su capacidad instrumental para actuar en caso de necesidad extrema, como es la actual?

Parece indiscutible que se ha hecho una apuesta global: la supremacía de la economía se ha terminado de imponer, y esto ha acontecido sin mantener la vigilancia sobre las posibles consecuencias en ámbitos ajenos a los del mero beneficio empresarial. Hace pocos meses estábamos en apariencia muy concienciados del deterioro ambiental del planeta y nada sabíamos de pandemias. Ahora sufrimos la presencia del maligno bicho y del medio ambiente nos acordamos poco, sobre todo demasiado poco a la hora de esforzarnos en comprender las posibles relaciones entre ambos.

No pierdo la esperanza, pero, la verdad, no acabo de estar seguro de que seamos capaces de reaccionar de manera racional. Hay que pararse a pensar: la fe no vale para estos menesteres.