El caso de la pandemia china

Sospechas con fundamento

El relato de la pandemia china, con entrada y salida en la provincia de Wuhan, sin efectos comunicados en el resto del territorio y la población, es enteramente inverosímil. No me cabe la menor duda de que una parte importante de la gestión china de la pandemia se ha dedicado a la administración de la información, a fin de que dicho relato fuera aceptado por el resto del mundo. Ignoramos por completo qué ha ocurrido y qué está ocurriendo con los mil cuatrocientos millones de habitantes de ese país, más allá de los 60 millones de habitantes de la tan manoseada provincia de Hubei.

Una certeza, más que una sospecha: un régimen político de las características del de China dispone de muchas herramientas para administrar la información, sobre todo de aquella que se comunica hacia el exterior del país. Hacia el interior resulta suficiente con mantener la escasa transparencia habitual.

Una certeza absoluta: no tiene la menor utilidad informativa la repetidísima comparación de cifras que giran alrededor de los números chinos, y tampoco tiene utilidad científica para establecer pautas de intervención que serían presuntamente aplicables y útiles en otros países.

Por cierto, todas las comparaciones internacionales relacionadas con el coronavirus carecen de valor más allá de la mera fabricación de titulares, porque, como por fin van asumiendo los diferentes medios, los métodos de medición son todo menos homogéneos.

Una certeza aún más absoluta: si desde Wuhan se propagó el virus al resto del mundo, tiene que haberse propagado antes por el país entero, empezando por las provincias limítrofes. Si de esto no hay noticia alguna, es que la administración china de la información es muy eficaz.

La utilización periodística de este tipo de referencias no es más que una de las muchas demostraciones del deplorable estado de los medios y de su frecuente manipulación de la información, aquí y en el resto del mundo.

Pandemia vírica y mediática

Mal vamos si nos encomendamos al Cielo

En un medio cada vez más digno de toda sospecha se incluye hoy, 27 de marzo de 2020, una columna que contiene el párrafo siguiente:

«Las Administraciones nos están ocultando un dato para el que consideran que no estamos preparados. Nos están tratando como a un público infantil o ignorante. Es una pésima estrategia. Los científicos nos ofrecen la verdad. Escuchémosles».

Me parece una de las afirmaciones múltiples más desgraciadas de los últimos días. Paso a paso:

Primero: «Las Administraciones nos están ocultando…». No es una cuestión de criterio, no es una ‘actitud’, salvo quizás en algún caso, es una cuestión de medios: lo propio de un sistema sanitario menguado por los recortes. Por eso la información escasea, es fragmentaria y genera cifras inverosímiles. Sorprende que en un mundo plagado de licenciados tan bien preparados y de columnistas avispados resulte tan difícil entrar en sospechas cuando hacemos la cuenta de la vieja y descubrimos que la tasa de mortalidad del coronavirus ronda el 6-7%. Sabemos, o deberíamos saber, que esto no es verosímil, y para sostener esta afirmación basta con echar la vista atrás y tomar nota de las tasas registradas en epidemias anteriores: entre 1 y 2%.

Segundo: «Los científicos nos ofrecen la verdad». En el momento actual, los científicos disponen de un material todavía muy escaso, de manera que solo pueden esbozar hipótesis de trabajo relativamente endebles, que irán descartando o consolidando según avancen en sus investigaciones. Sin la menor duda, no pueden «ofrecernos la verdad».

Tercero: Se contrapone la voluntad de ocultación de las Administraciones a la sabiduría absoluta de los científicos. Semejante formulación solo cabe imaginarla en primera instancia como banderín de enganche periodístico. Pero si uno quiere profundizar en el sentido último de este enfoque, hay que decir algo más: es una manifestación teológica, y yo, el campo de la teología, siempre lo he visto cultivado por las religiones, no por los medios de comunicación, y menos si son presuntamente liberales.

Inquietante: cada día que pasa, muchos medios dejan ver una convergencia peligrosa entre un entendimiento menguante y el deterioro acelerado de la cuenta de resultados.

Información y confusión

La venta de titulares para atraer a la clientela: confusión interesada

«España supera a China en muertes con coronavirus. Esto vende en España, sin la menor duda. Pero, de repente, aparece una brecha: «¿Hay nuevos casos ocultos en China? Pekín pide a Hubei más transparencia».

Resulta aún más chocante que en los mismos medios se nos diga, simultáneamente:

«Francia no contabiliza fallecidos por el virus fuera de hospitales y en Alemania hay fallos en la suma de enfermos».

«India, confinamiento imposible.»

Por otro lado, el respeto sacrosanto a la superpotencia ha hecho que se mantuviera a los EEUU fuera de toda referencia, de manera que, por sorpresa, empezamos desde hace unos días a enterarnos de que este país pasa a ser uno de los de máximo riesgo de extensión de la epidemia (OMS dixit) y hoy mismo nos dicen que «El virus se ceba en Nueva York, que espera el pico de la epidemia en 21 días».

Este batiburrillo de referencias hay que desenredarlo:

Primero: nadie con un mínimo sentido de la realidad nos puede convencer de la exactitud de las estadísticas chinas, un país de mil cuatrocientos millones de habitantes desplegados en un territorio enorme, plagado de poblaciones de difícil acceso corriente. Consecuencia: tomar como referencia estas cifras no es más que un ejercicio de fantasía maliciosa.

Segundo: las comparaciones internacionales son, como mínimo, de muy dudosa validez y, por tanto, más que nada de utilidad sensacionalista. Basta con releer las referencias arriba citadas a Francia y Alemania: cada uno contabiliza a su manera.

Tercero: hay una macabra obviedad detrás de todo esto, y es que se contabilizan con exactitud los fallecimientos (con alguna duda plausible acerca de las pruebas de que todos se deben al coronavirus) pero no los contagios. Esto último es evidente: está la gente que se contagia y tiene síntomas leves, cuyo registro es nulo o al menos dudoso; está la repetida escasez de medios de detección, que lógicamente conduce a pensar en un número elevado de enfermos no detectados; y están procedimientos como el francés arriba mencionado.

Cuarto: de manera general, se aprecia que la información sigue la pauta etnocentrista que es tan habitual en Europa, de manera que el resto del mundo existe ‘poco’; peor aún, parte de ese resto del mundo que existe ‘poco’ corresponde a muchos países de la propia Europa.

Quinto: por último, una sospecha de orden estadístico: las cifras que nos van llegando cada día indican que hay muchos fallecimientos para el número de contagiados, con una tasa de mortalidad extrañamente elevada, por ejemplo si se la compara con otras epidemias (desde las destacadas de los últimos tiempos hasta las gripes estacionales que se repiten cada año). Adónde nos conduce esto: a que el número de contagiados es sin duda mucho más elevado.

Conclusión: por favor, un poco de respeto por el público, que no se merece semejante mescolanza de datos. En tiempos de tribulaciones como las actuales es despreciable jugar con los miedos de la sociedad.

Sería interesante compartir los artículos de este blog e intercambiar opiniones y comentarios

Economía de crisis o crisis estructural del sistema

La receta simple: analizar la realidad y formular líneas de reflexión con perspectiva de futuro

Resulta especialmente preocupante la tipología de los comentarios y reflexiones sobre los aspectos económicos de esta crisis que estamos oyendo y leyendo estos días. Hay dos líneas principales que son fáciles de exponer, pero, sobre todo, merecen que nos las tomemos muy en serio por lo que implican como visiones fuera de foco. Me explico.

La primera y más potente centra su atención en la comparación, el contraste con la crisis de 2008. Se resume en una apreciación global simplonamente numérica: sus efectos sobre la economía son mayores o menores, se preguntan los analistas que profesan esta fe. En primera instancia se intenta concluir que no hay indicios de algo peor, pero a medida que las cosas se complican van apareciendo cifras dispersas que pretenden sin embargo ser definitorias: esta crisis es o será peor porque su impacto en el PIB (dentro de la limitada cultura económica que se ha fabricado para el gran público, el PIB viene a ser la madre de todas las cifras) alcanzará dimensiones negativas mayores.

La segunda alude a la evolución futura de los acontecimientos en el campo económico. En este caso asistimos al asombroso espectáculo de las referencias alfabéticas: la U y la V tienen aquí su particular protagonismo. La V ilustra la aparición de un pozo pasajero cuya profundidad se desconoce pero cuya identificación, si es que esto es posible a priori, que no me lo parece, debe generar un suspiro de alivio: «la crisis ha pasado». La U nos habla, al parecer, de una fase prolongada de miserias económicas, pero ignoramos cuánto de prolongada y cuánto de profunda.

Este doble enfoque permite soslayar todo análisis en profundidad. Permite, más que todo, entretener a la audiencia con referencias facilonas que ‘ilustran’ mucho y explican poco. Todo este juego podría sorprendernos, pero la verdad es que su utilidad resulta evidente desde el punto de vista de quienes manejan la comunicación incrustados en posiciones de poder, político y en particular económico-financiero. Se prestan a él los presuntos analistas económicos, la casi totalidad de los medios de comunicación, los medios oficiales tanto nacionales como internacionales, y un largo etcétera.

Solo desde la óptica de los grandes intereses salvaguardando sus privilegios se puede entender este juego. Pero para nosotros, simples ciudadanos, o incluso meros súbditos, se hace cada día más necesario pensar y encontrar líneas de reflexión sustantivas.

En dos niveles podemos avanzar algunas ideas de interés. Primero: ¿Qué partes de la economía son universalmente perjudicadas por la pandemia? Segundo: ¿Qué problemas específicos nos afectan como gentes de este país?

La evidencia de que estamos ante una crisis que no se asemeja a la financiera de 2008 se encuentra de inmediato: sectores enteros de todas las economías se están paralizando, y no en particular los operadores financieros. No merece la pena extenderse en una relación prolija de actividades sometidas a restricciones o sencillamente cerradas: son la mayoría de las que no resultan indispensables para la supervivencia cotidiana. Y los factores que están detrás de este bloqueo son principalmente dos: la ruptura de las cadenas de producción globalizadas (guste o no, la globalización está en entredicho) y los cierres ordenados por las autoridades gubernamentales respectivas para cortar la propagación de la pandemia. A este nivel de primera reflexión, basta con añadir que asistimos a un cuestionamiento de todo el sistema económico, no solo de sus componentes financieros, y esto no se mide por simple referencia a las tasas del PIB. Tampoco se somete a la perspectiva de mayor o menor duración de los efectos, porque éstos están empezando ya a poner del revés a sectores enteros que muy posiblemente no volverán a sus fundamentos y características precedentes.

Segundo, en España nos enfrentamos a una crisis económica global que no se verificó en 2008. Por lo pronto, todo el sector turístico está paralizado. Podemos añadir para completar la descripción a las ramas industriales que van cerrando sus principales plantas y aquellas que pertenecen a su industria auxiliar. Pero lo que ahora se nos instala sobre la mesa es la posible decisión gubernamental de ordenar la paralización del sector de la construcción. Las autoridades se resisten a entrar por este camino debido al enorme impacto que ello tiene de inmediato en el propio sector, en todos los servicios asociados y en las industrias suministradoras. Sin entrar en las valoraciones cuantitativas, se puede afirmar sin género de duda: está en cuestión todo el modelo económico español, que se ha ido estructurando desde hace muchas décadas. Sus pilares, como todos deberíamos saber, son el turismo y el ladrillo, negocios por otra parte bastante interrelacionados y de los cuales dependen ramas industriales enteras y extensas redes de servicios, más una aportación sustantiva de la industria del automóvil. Este cuestionamiento no se produjo en 2008 y, lo que es a fin de cuentas mucho más importante, no tiene precedentes en nuestra historia reciente. De manera que entra en escena algo que no se mide en tasas de PIB ni en hipótesis alfabéticas: cuestionado el modelo, ¿podemos teorizar su recuperación o valdría más analizar las perspectivas e ir buscando otra trayectoria menos vulnerable?

La lógica profunda de esta encrucijada conduce a extrapolar lo dicho para España a escala global. Es todo el modelo económico de este capitalismo del siglo XXI lo que está en juego. La evidencia de que el capitalismo financiero cada vez más especulativo nos iba acercando al desastre general había ido tomando forma desde hace algún tiempo, pero ahora el reto está en la primera fila del escenario. Y nos interpela a todos.

Publicado en la sección «librepensadores», de infolibre.es, el 25 de marzo de 2020

Servidumbre y democracia

Precedentes y perspectivas

La monarquía española tiene un largo historial de crisis de legitimidad. Cada vez que alguna de estas crisis se manifiesta se produce seguidamente una quiebra de la trayectoria precedente. La quiebra puede ser la antesala de una respuesta progresista o la de una regresión.

Un repaso rápido de la historia moderna de España muestra que se han ido sucediendo las respuestas progresistas y las regresivas, pero unas y otras de muy diferente impacto en la evolución de la sociedad, aunque más no sea por sus duraciones comparadas. Así, todos los momentos de progresión han sido breves, de pocos años, e inmediatamente aplastados por regresiones posteriores de larga duración. La aritmética simple es aquí de cierta utilidad: los períodos de las respuestas progresivas han sumado algunos años (unos diez o poco más), mientras las regresiones que han «corregido» tales dislates de modernización se han extendido por décadas, hasta culminar en los casi cuarenta años de la implantación y hegemonía del franquismo (en total, unos ciento cuarenta, o poco menos).

No cabe duda de que esta trayectoria ha dejado su impronta en una sociedad con enormes dificultades para sacudirse los atavismos culturales y los atrasos sociales, sin hablar de la histórica subordinación de la economía a los grandes poderes mancomunados de las oligarquías propias y las burguesías foráneas.

Ahora, en este año 2020 – la evolución hacia la ruptura viene de antes -, se acumulan los factores de quiebra de la continuidad del régimen heredero del franquismo. Es otra vez una crisis de legitimidad del régimen político, encarnada indudablemente en la monarquía restaurada por el tándem Franco-Juan Carlos. Este origen hay que recordarlo en todo momento, pero también hay que tener en cuenta las aportaciones ulteriores que se van multiplicando en tiempos recientes. No hay que rascar mucho para descubrir las raíces profundas de la pérdida de legitimidad.

Pero el quid de la cuestión es otro, y es doble. La respuesta progresiva en la coyuntura actual necesita dos aportaciones que son determinantes: la primera, una conciencia social generalizada de que la pérdida se ha producido y tiene poca o ninguna posibilidad de ser revertida, salvo que se imponga otra regresión de las acostumbradas en la historia española; la segunda, una propuesta política con visos de verosimilitud, tanto porque concreta una fórmula específica como porque tiene posibilidades de abrirse paso en esta tozuda realidad.

El Estado de bienestar se encuentra camino de su mínima expresión, ya desde hace años, y ahora muestra sus entretelas en plena crisis sanitaria. La debilidad de la economía española, que viene de lejos, aunque a menudo se disimule la evidencia, queda más de manifiesto en cuanto los factores de recesión se multiplican. El ordenamiento democrático es endeble y mantiene muchas lacras históricas, entre otras la posición siempre devaluada del poder legislativo. El famoso cuarto poder tiene algunas excepciones valiosas, pero como regla general se limita a ser un santificador de las miserias históricas, empezando por una monarquía cada vez más ilegítima.

Un sistema político que nació del «contubernio» franquista-borbónico es el peor marco para afrontar el desafío de la puesta al día de esta sociedad, cuya condición actual tiene todavía demasiadas marcas del siglo XIX y de la primera mitad del XX. Cada día que pasa se consolida más la convicción, que nadie parece interesado en analizar desde los puntos de vista sociológico y político, de que la Casa Real es en sí misma la fuente primera de su propia ilegitimidad y de que, una vez más, la llegada de España a la edad moderna – al siglo XXI, para entendernos – depende de la supresión de este factor de bloqueo.

Crisis, recesión y descomposición del capitalismo moderno

«No es el coronavirus, estúpido»,  o el Estado al rescate

Se cambió un modelo de innovación y producción, que elevaba el bienestar, por un modelo de especulación y fraude, que implanta una desigualdad creciente. Esta operación de transformación comenzó hace cuarenta años. Han ido cambiando casi todas las reglas del juego económico y la sociedad se ha hecho infantil: mientras las finanzas campan a sus anchas y empobrecen a las gentes, los humanos nos dedicamos al más feroz narcisismo.

Ahora, el coronavirus. Bajo diferentes formulaciones se vuelve a tocar el espinoso asunto de la contención del déficit público, el mantra europeo – y de todo el mundo capitalista – que supone la virtud principal si no única de cualquier política económica. Y se dice, por ejemplo, que «Los gobiernos no pueden dejar de reaccionar y consentir así una segunda recesión como la del 2008».

La recesión venía caminando antes del virus y ahora galopa. Es decir, teníamos una recesión en puertas y el proceso se ha acelerado. La suma – más bien multiplicación – de ambos factores genera una situación inédita. Lo cual quiere decir que hay que reaccionar y cambiar el paradigma de este capitalismo de especulación y fraude que encorseta al sector público para ensanchar su campo de negocios. Pero al mismo tiempo hay que evitar los paralelismos fáciles porque conducen a diagnósticos erróneos y a posibles reacciones fuera de lugar. «…una segunda recesión como la del 2008» no es lo que está en juego. Siguiendo esta línea es posible justificar actuaciones similares, y, a estas alturas del proceso, tendríamos que saber adónde nos han conducido: a una recesión que estando en sus inicios recibe el estímulo inesperado del coronavirus.

Se acercaba el momento y ha llegado antes de lo previsto. Un titular es ilustrativo: «¿Keynes seduce a Merkel?». Puede que, en la línea de ciertas advertencias por ahora tímidas de los principales organismos económicos internacionales (FMI, Banco Mundial, OCDE,…), se esté abriendo paso la convicción de que sin sector público no vamos a ninguna parte, salvo hacia el agujero negro del capitalismo de pura especulación.

En España lo estamos viviendo en carne propia: los apóstoles del neoliberalismo, que promovieron ideológicamente y ejecutaron administrativamente las masivas privatizaciones, entre ellas las de los principales servicios públicos, comenzando por la sanidad, reclaman ahora al Estado las intervenciones para frenar la epidemia. Pero ese Estado ha sido desarmado – menos de lo que ellos pretendían, gracias a la acción de signo opuesto de sectores progresistas de la sociedad -, y ahora los furiosos neoliberales se encuentran con su paradoja: necesitamos un Estado fuerte para frenar el sufrimiento de la población. Y también necesitan, como era de esperar, exenciones fiscales, medidas de liberalización del despido, subvenciones y otras ayudas financieras,…

Es una oportunidad. Hasta los columnistas más ferozmente liberales han comenzado a apuntar en la nueva dirección. Por ejemplo, hay quien dice que «se están dando algunas circunstancias… que podrían aconsejar intervenciones de las administraciones especialmente contundentes: ….posibilidad de que haya que trasladar personal sanitario de unas comunidades sin problemas especiales con la epidemia a otras con una alta incidencia, …, necesaria requisa de material preventivo y terapéutico…».

El Estado al rescate. De ser un peligro para la sociedad y la economía a ser el salvador que todos esperaban, incluidos los neoliberales furiosos.

La Unión Europea, la crisis y el virus

Omisión o reconducción

En este momento, quizás más que en las décadas precedentes, resulta evidente la inhibición europea – «inhibición» por no decir inacción voluntaria y consciente -. Y, precisamente por ello, conviene empezar por recordar qué es lo que la Unión Europea NO ES; por ejemplo:

No es una unión política, cosa fácil de comprobar nada más leer cada día acerca de la diversidad a menudo contradictoria de las actuaciones de los Estados nacionales y de las estructuras institucionales.

No es una unión monetaria, como lo demuestra el hecho de que el Euro no sea la moneda común y continúen operativas autoridades financieras nacionales.

No es una unión fiscal, cuestión evidente a partir de un muy somero repaso de los sistemas tributarios de todos los pelajes, incluso diferenciados en los propios Estados nacionales.

No es una asociación de protección mutua, comprobación ya hecha con ocasión de la crisis de 2008, que el norte de Europa resolvió malamente descargando los costes sobre el sur para proteger a sus propios sistemas financieros.

No es un espacio común frente al resto del mundo, empezando por la política con otros Estados y continuando por las actitudes ante el conjunto de la humanidad, inmigrantes incluidos.

No es una unión sanitaria, como bien demuestra la panoplia de reacciones ante la pandemia del coronavirus, desplegada sin la menor coordinación.

La Unión Europea llega poco más allá que un mercado común en el que los medios de negocios disfrutan de las ventajas de una demanda ampliada. Toda su reacción ante la pandemia ha sido de negativa u omisión, hasta quedar sintetizada en la frase soltada por Christine Lagarde, diciendo que no es tarea del BCE salvar a las víctimas de unas primas de riesgo desbocadas. Se ha considerado «desafortunada» dicha expresión, pero en realidad no es más que la síntesis perfecta de la ideología neoliberal: que cada palo aguante su vela, aunque esto no se aplique a mi bolsillo.

La deriva actual es cada vez más explícita, ante la evidencia de que no estamos en 2008. Ya no se trata de una crisis financiera, aunque la hay y se expandirá, como consecuencia cierta de una gigantesca acumulación de deuda a escala mundial; ahora es la economía real la que se descalabra, y ante esto hay que dar un giro al discurso. Ya no sirve ese neoliberalismo de Estado mínimo, ahora se necesita un Estado fuerte: toca elaborar la estrategia del gasto público para salvar la economía real, visto que los actores privados de esta economía son inoperantes y se limitan a ser víctimas reivindicativas. A nadie debe extrañar que el tan denostado Keynes sea rescatado de las profundidades de la ignorancia teórica y convertido en legitimador necesario e involuntario de lo que viene a continuación. Para empezar, la Unión Europea pasa de la inacción a la movilización de 750 mil millones de euros, y ello para respaldar el ingente despliegue financiero de los Estados miembro.

La Unión Europea, con esta intervención, no es más Unión ni más Europea, pero sí menos neoliberal y más proclive a recuperar el Estado como agente económico de primera línea. Por lo pronto, se va pasando del discurso del mercado y la libertad irrestricta de los actores privados a enarbolar la bandera de la «economía mixta». En este primer enunciado, «economía mixta» quiere decir el conocido doble juego de tiempos anteriores a la deriva neoliberal, en el que el Estado financia los fundamentos y los agentes privados instalan sobre ellos los negocios rentables. Volvemos a prácticas muy similares a las de la posguerra mundial, en la segunda mitad del siglo veinte, porque otra vez se trata de una cuestión de supervivencia para la especie, y ante ello hay que abordar los retos provenientes de las condiciones materiales que necesitamos los humanos para seguir sobre la tierra, comenzando por resistir a la peste.

Asistimos, como resulta cada día más evidente, a las vísperas de una nueva organización de la economía, probablemente orquestada en torno al paradigma de la colaboración público-privada, sustituto forzado del neoliberalismo de patio de colegio con el que nos hemos visto obligados a subsistir durante décadas y que nos ha conducido al bloqueo que estamos conociendo, por cierto anterior al desembarco del coronavirus.

Pánico y oportunidad

Una epidemia como coartada

Es muy interesante pensar en lo que sucede, sobre todo porque ayuda a comprender. Las puras reacciones de pánico extienden el miedo, que es, al fin y al cabo, un sentimiento irracional.

Viene al caso lo anterior cuando se piensa en los efectos que ya está teniendo la epidemia del coronavirus sobre nuestra economía globalizada. Que si se rompen las cadenas de producción, que si el comercio mundial se resiente, que si los trabajadores se encuentran masivamente fuera de sus puestos de trabajo, que si las bolsas caen, que si el oro-refugio sube de cotización a la velocidad con la que avanza el pánico… Entendido: crisis global como consecuencia inevitable…de una epidemia.

¿Todo empieza aquí? ¿Se trata realmente de esto? Los riesgos de ruptura de las cadenas de producción se están vislumbrando desde hace años, y unas primeras reacciones se han orientado a la renacionalización de algunas operaciones productivas. Los Estados Unidos cuestionan el libre comercio mundial con la intención de retomar su papel hegemónico como primera potencia económica, estrategia que ponen en marcha desde la presidencia de Trump. Los puestos de trabajo vacíos en la industria los puede detectar cualquiera que siga de cerca los altibajos de algunas producciones, con el automóvil a la cabeza, poniendo desde sus cúpulas directivas en duda la viabilidad de muchas plantas. La caída de las bolsas no es una novedad, y la quiebra de Lehman Brothers produjo ya un enorme sobresalto en 2008. El oro como refugio es un recurso habitual en cuanto las incertidumbres financieras se dejan ver y mucho más si se extienden a escala planetaria.

¿De verdad hay que insistir en que «es la economía, estúpido»? Parece ser que sí, enfatizando en particular que el modelo general del capitalismo es cuestionado por el propio sistema desde hace unos años y vive por tanto en condiciones de precariedad creciente. No necesita empujones suplementarios, pero sí le resulta útil disponer de una coartada tan eficiente como la de una epidemia mundial, que es amplificada por muchos medios de comunicación a mayor gloria de sus cuentas de resultados. Parafraseando a un inteligente empresario británico, se puede afirmar que es más peligroso coger el coche para ir a la compra que hacer el recorrido a pié sin mascarilla.

Una enfermedad muy peligrosa

La ‘titulitis’ corrompe a la sociedad y destroza el pensamiento racional

Una pregunta muy reveladora y una formulación que deja al descubierto la profunda confusión que reina en nuestro pequeño mundo hispánico. En un medio online se incluye un artículo titulado con una frase que, al menos a mí, me produce perplejidad:

«La titulación universitaria de los europeos más ricos: muchos no tienen ninguna».

Y remata la faena con una entradilla que multiplica el asombro:

«Un estudio publicado recientemente analiza los estudios de los hombres y mujeres más acaudalados del mundo. ¿Hay relación entre sus fortunas y sus conocimientos?»

A partir de interrogantes como el mencionado se entiende de inmediato que proliferen las universidades especializadas en la comercialización de títulos, que exista un tráfico ilícito de títulos y que ciertas personas lleguen hasta cometer delitos para obtenerlos.

Nunca en la historia de la humanidad han dependido de la «titulación» los éxitos empresariales, las carreras políticas, el prestigio social, ni siquiera las condiciones de supervivencia de las personas. No hace falta apelar a una serie de biografías de personajes ilustres para reafirmar lo dicho, pero sí recordar que ya en nuestros tiempos modernos los grandes avances en todos los campos tienen que ver con los títulos muy hasta cierto punto. Seguramente tienen que ver con el conocimiento, pero no es lo mismo aunque se pretenda imponer esta asimilación fácil.

Con semejantes tonterías se deja sin lugar en el mundo a la mayor parte de la humanidad, incluidos millones de personas cuyos ‘triunfos’ individuales o colectivos provienen de su excepcionalidad en alguna especialidad, o de un enorme esfuerzo a lo largo de sus vidas, o a la suerte de haber acertado con una actividad muy en boga. Cómo entender, si no, que algunos deportistas profesionales se cuenten entre esos «europeos más ricos»: ¿habría que pensar que su falta de títulos pone en cuestión sus habilidades físicas?

Pero, claro, una moda social se impone y lo hace a partir de un interés económico específico. Titular de prensa el 1 de marzo de 2020: «El mercado negro universitario: hasta 1200 euros por un trabajo de fin de grado».