Galimatías interesado o simple incultura
Liberal, liberalismo. Son términos recurrentes en las columnas políticas y económicas de la prensa y de otros medios de información. No es criticable el uso, pero sí lo es la confusión reiterada entre acepciones que no son equivalentes y ni siquiera se sitúan en el mismo plano de la vida de una sociedad.
Se ha terminado imponiendo la alusión al liberalismo económico al amparo del palabro que concentra casi toda la atención de los sabios de la economía en estos tiempos de tribulaciones sin fin: «neoliberalismo». Para sintetizar una argumentación pobre que no necesita profundidad ni matices porque tiene el respaldo de los poderes financieros dominantes, o como anatema desde las posiciones críticas que intentan demostrar el perverso papel que juega su aplicación en la ampliación de la crisis y de las penurias de la población.
Hasta aquí no hay mucha novedad respecto del liberalismo económico convencional ni respecto de la sacrosanta misión depuradora del «laissez-faire»: que el Estado no toque nada porque todo lo perturba y la economía ‘libre’ no sabe cómo funcionar ante los impuestos, los controles, las reglas del intercambio comercial, las regulaciones laborales, y un largo etcétera. Lo peor de este planteamiento es que solo vale para los libros de texto, porque en cuanto se utiliza como arma teórica para sostener una política económica el desastre está garantizado; no hay más que ver los resultados y cómo las primeras reacciones, tras casi cuarenta años de tortura neoliberal, consisten precisamente en comenzar a poner en cuestión la validez de semejante apuesta.
Y entonces aparecen las confusiones: el creciente descrédito del neoliberalismo arrastra consigo a cualquier planteamiento construido desde el liberalismo político. Se llega así a decir que el liberalismo político siempre ha sido reaccionario, siempre ha estado ligado a las posiciones sociales más conservadoras, etcétera. El liberalismo político ha tenido en España una presencia episódica y sobre todo efímera. Esto conlleva una ignorancia profunda de lo que puede representar o haber representado.
No es excepcional, en otros países, la coexistencia de un partido conservador y un partido liberal, lo que conduce inevitablemente a preguntarse cuáles son sus espacios respectivos. Y la observación de sus trayectorias y de sus papeles en diferentes coyunturas remite a algunas evidencias directas: primera, que los liberales son proclives a la apertura ideológica y a la tolerancia con las novedades que se van abriendo paso en la sociedad, a diferencia de las tentaciones atávicas de los conservadores; segunda, que allí donde la religión – cualquiera que sea su versión cristiana – tiene un peso cultural significativo, los liberales se sitúan en posiciones ‘librepensadoras’ al tiempo que los conservadores se mantienen muy imbricados con el tradicionalismo; tercera, que los liberales tienen una ya larga historia de pactos y entendimientos en la línea de los típicos partidos ‘bisagra’, en tanto que los conservadores tienden a preservar sus señas de identidad por encima de cualquier coyuntura (seguramente desde esta constatación es fácil entender por qué y cómo se les desprendió en una época el ala democristiana, más inclinada a integrar en su ideario cierta vocación social); etc.
En definitiva, la analogía que se ha ido imponiendo entre liberalismo político y liberalismo económico no tiene la menor utilidad académica pero sí parece práctica para simplificar posiciones políticas y, sobre todo, para que se abra camino una versión degradada del liberalismo político que enmarca conductas sociales e individuales a menudo difíciles de aceptar, como las que se promueven desde la extrema derecha.