Fragilidades económicas y perspectiva social

La deriva financiera de alto riesgo se ha fortalecido tras la «crisis» de 2008 y las consecuencias desastrosas se extienden

Dice un experto: «nunca ha habido tanta liquidez en los mercados», tras más de una década de «políticas monetarias no convencionales» (muy cautelosa calificación, añado).

Y el mismo experto prolonga su reflexión hacia lo que, para mí, es un elemento constitutivo de la nueva época en la que hemos ido entrando: ese exceso de liquidez conduce a «una mala asignación de capital y a una asunción de riesgos elevados».

Si los bancos necesitan tener tanto dinero disponible para cumplir con sus obligaciones se debe a que «han acumulado demasiados compromisos, deudas y riesgos» durante el período de «dinero gratis».

Para los expertos, todos estos riesgos acumulados son los que resurgen tan pronto como aparecen las primeras tensiones. Pero el trasfondo de todo esto, lo que verdaderamente es inquietante, se encuentra en otro dato fundamental: en los Estados Unidos, el funcionamiento del mercado monetario depende de pocos grandes bancos: el 90% de las reservas disponibles están en manos de muy pocas entidades, capitaneadas por JPMorgan, Bank of America y Citigroup.

La crisis de 2008 desató una avalancha de decisiones, la mayoría muy precipitadas. Esto se tradujo ante todo en una acelerada concentración bancaria, fenómeno que en absoluto se circunscribió a los Estados Unidos: se puede describir algo parecido en todos los países, incluida España. Retomando la jerga habitual en este campo, se pasó del enorme riesgo de la banca too big to fall al gigantesco peligro de la banca too too big to fall.

Esta banca es imprescindible para el funcionamiento del sistema, hasta el punto de que la autoridad monetaria central (la Reserva Federal o el Banco Central Europeo, según el caso) se ve en la obligación de conducir su política en función de los intereses de esos too too big to fall, cada vez más maniatada por el creciente riesgo sistémico.

Llegados a este punto, cabe hilar más fino para comprender la profundidad del cambio de paradigma del modelo capitalista. El desastre de 2008 puso en guardia a las autoridades competentes, que dictaron normas para impedir teóricamente su repetición, pero nadie supo – o quiso – evitar que aparecieran otros actores en escena, fuera de control, en particular los fondos de cobertura (hedge funds), con sus inversiones volátiles a muy corto plazo.

El caso es que estos hedge funds se han convertido muy rápidamente en actores clave del sistema financiero internacional. Al asumir actividades que los bancos ya no estaban autorizados a realizar, o que ya no querían realizar a causa de las nuevas normas de prudencia, han prosperado con total opacidad (BlackRock es el ejemplo más socorrido).

Corto plazo y alto rendimiento se traducen fácilmente en términos financieros: entrada en  inversiones de riesgo elevado con un apalancamiento descomunal, lo que los  obliga a operar con una enorme disponibilidad de liquidez.

Si se apura el argumento del riesgo, el análisis coincide bastante bien con la política de préstamos hipotecarios de la banca española en la época del boom inmobiliario. O sea, que en España sabemos de qué se trata y de las repercusiones que estas prácticas entrañan.

Estamos ante un agujero negro financiero. Los fondos de cobertura (hedge funds) y los fondos de inversión (investment funds) vuelan por el mundo sin control, pasando por encima de las fronteras de los Estados nacionales, que en alguna medida intentan regular sus actuaciones, y desplegándose a una escala supranacional donde los organismos multilaterales se limitan a manifestar su preocupación. Manifestación que no suele ir más allá de algunas ocasionales  recomendaciones y de informes periódicos que desatan alarmas sin respuesta institucional.

Por eso adquiere una enorme relevancia la aparición de algunos resquebrajamientos en el bloque aparentemente cohesionado y cerrado en sí mismo del gran capital. Algunos de sus más conspicuos representantes van mostrando su inquietud y la consiguiente necesidad que expresan de ir pensando en vías de salida. Así, en un artículo publicado por The New York Times, Marc Benioff, tras el título «We need a new capitalism», afirma rotundamente «“Como capitalista, creo que es hora de decir en voz alta lo que todos sabemos que es verdad: el capitalismo, tal como lo conocemos, está muerto» (citado por Esteban Hernández en elconfidencial.com, en su columna encabezada por el mismo título, el 17 de octubre de 2019).

El eje del diagnóstico que conduce a tal conclusión se sitúa en el declive de la clase media, cada vez más encarrilado hacia una paulatina liquidación. Toma como ejemplo a la sociedad norteamericana, pero la descripción se asemeja en cada punto a lo que cualquier observador interesado puede descubrir en la evolución de las clases medias europeas, en particular la española. Dice que «Buena parte de los estadounidenses tiene que hacer grandes equilibrios en su vida cotidiana, ya que hay mucho empleo mal pagado y los salarios no suben o lo hacen en una proporción mucho menor que los beneficios de las empresas, al mismo tiempo que los gastos necesarios para la simple subsistencia aumentan. El coste para mantener una vida mínimamente digna se ha elevado, y reproducir los estándares de clase media ha quedado al alcance de muchas menos personas,…».

A mi modo de ver, la importancia de este análisis aparece cuando se piensa en un camino para alterar este rumbo de suicidio colectivo. Y entonces surge la tentación de pensar en un nuevo pacto social. Desde los sectores más lúcidos del gran capital se enuncia una serie de disfunciones que conducen a una conclusión inevitable: el capitalismo actual está moribundo y por el camino va dejando un reguero de víctimas. Desde el otro lado, el de los desfavorecidos, poco se ofrece como alternativa, encerrados como están sus representantes en batallas muy delimitadas por aspiraciones y necesidades de colectivos concretos, dicho sea con todo el respeto: cuando una proporción creciente de la población ‘no llega a fin de mes’, qué le reporta defender una política «verde»; cuando el empleo se deteriora en la forma y al ritmo que conocemos, qué igualdad de género se puede alcanzar realmente; cuando la globalización impone la presencia en el empleo planetario de una masa de desheredados trabajando por un dólar al día, cómo se defiende la vuelta a la estabilidad laboral en el mundo ‘occidental’; cuando el empleo cae y la población envejece, cómo se afronta una política equitativa de pensiones; y así sucesivamente.

Hay que contraponer una propuesta de modelo social inclusivo para discutir y acordar con ese gran capital que va alumbrando una formulación lúcida de nueva organización del capitalismo. El fraccionamiento de ese modelo social en un puzle compuesto de campos autodefinidos y reivindicaciones parciales únicamente conduce a un debilitamiento de la que debería ser la contraparte de los desfavorecidos frente al gran capital.

Y el momento de la propuesta social inclusiva es ahora mismo. Es necesario contrarrestar las innumerables aseveraciones carentes de matices y cargadas de formulaciones repetitivas, tanto sobre las debilidades apreciables en la realidad actual como sobre las que serían presuntamente respuestas adecuadas. Tanto la aproximación a la realidad, muy parcial y sin duda interesada, como los planteamientos en apariencia estratégicos pero en la práctica fácilmente identificables con un peligroso cortoplacismo, están marcados por la ausencia de una reflexión de fondo. Es decir, más allá de que reconozcamos en estos discursos la defensa de intereses muy específicos, es que ni siquiera se llega a esbozar una vía de salida para ese capitalismo cuyos propios máximos gestores dan ya por muerto.

Las clases medias han constituido el principal soporte del capitalismo de consumo. Pero son maltratadas hasta el punto de que terminan por no poder aportar ni siquiera una capacidad de compra que facilite la supervivencia del sistema, no ya su reproducción ampliada. Noticias como las de estos días son reveladoras: «Desigualdad en el Ibex: los altos ejecutivos ganan 123 veces más que su plantilla«; «El 45% de la riqueza mundial está en manos del 1% más rico del planeta«; «El número de millonarios en España se quintuplica en los últimos nueve años, según Credit Suisse«; «750 contratos en 16 años y 13 años sin vacaciones: las condiciones laborales de las trabajadoras de Galletas Artiach«; y así hasta el infinito.

Ante esto no cabe decir por enésima vez lo que el editorial de elpais.com del 21 de octubre recién pasado: «La economía global exige políticas presupuestarias y fiscales anticíclicas». No se trata de una «crisis cíclica» ni de alcanzar a este respecto un consenso internacional, como plantea el FMI. Se trata de asumir que el sistema no da más de sí, pero todo él, no solo los pequeños mundos de las autoridades monetarias o de los gestores de las haciendas de los Estados nacionales.

Empleo como metáfora

A ver si atinamos al menos con el diagnóstico

Un columnista dice que «La creación de empleo está en peligro». Naturalmente se refiere a España.

La expresión me suscita de inmediato una reacción de distanciamiento. «Crear empleo» tiene una connotación de permanencia en el tiempo. No «se crea» lo que sea para liquidarlo en unas horas o unos días.

Desde hace ya unos cuantos años en España más bien «se emplea», no «se crea empleo».  Pero sí «se destruye empleo», en la industria, en la banca, en los servicios públicos y un largo etcétera.

Si se asume que existe una diferencia de fondo entre «emplear» y «crear empleo», nos debe interesar la comprobación de que existen síntomas verificables e inequívocos de tal diferencia.

Por ejemplo, ¿qué es un empleo temporal? Desde luego es lo opuesto a empleo indefinido. Y ¿qué es un empleo a tiempo parcial? Lo opuesto a empleo de jornada completa. Todo esto existe en el empleo en España. ¿Y cómo evolucionan? Dependiendo de la respuesta que demos a la pregunta estaremos señalando que «se crea empleo» o «se emplea» en unas u otras cantidades, prueba indiscutible de que vamos por un camino o por el otro.

Esto, que parece un juego de palabras, describe en realidad un asunto de primordial importancia. Por ejemplo, refleja el abismo que suele haber entre lo coyuntural – «se emplea» – y lo estructural – «se crea empleo» y/o «se destruye empleo»-.

Las estadísticas oficiales de los tiempos recientes nos muestran que se incrementan velozmente el empleo temporal y el empleo a tiempo parcial, por encima del empleo indefinido y el empleo a tiempo completo. Y que la eliminación de puestos de trabajo se produce muy mayoritariamente en actividades caracterizadas históricamente por el empleo indefinido. Lo cual quiere decir que el modelo de empleo se inclina abiertamente por la precariedad, dejando a un lado la estabilidad.

Y así llegamos al balance de situación: ¿Admite lo anterior una interpretación clásica? Es decir, ¿cabe afirmar que estamos en una crisis, y que una vez superada vuelve a imponerse la estabilidad sobre la precariedad? Más bien parece que el empleo precario se impone sobre el empleo estable hasta tal punto que la precariedad se convierte en un rasgo estructural. De aquí se deriva una constatación prácticamente ineludible:  el modelo de empleo está trastocado de manera indefinida, más allá de que haya o no crisis, más allá de que se registre una recesión en los términos estadísticos convencionales, que es de lo que ahora se vuelve a hablar en todos los medios. También en los organismos internacionales, donde se ha sostenido hasta el agotamiento que no había nada mejor que las recetas neoliberales.

¿Por qué se puede aceptar que esos organismos tenían razón? Porque no proponían estabilidad laboral sino consolidación del modelo de capitalismo financiero apoyado en la precariedad. Y lo han conseguido.

Fiesta nacional el 12 de octubre

Escrito el 12 de octubre de 2015. Seguimos en lo mismo, aunque últimamente se abre paso un cierto distanciamiento crítico muy de valorar

Desde luego resulta difícil asimilar una celebración que ensalza la propia identidad con el descubrimiento de América y lo que allí empezó (en este texto, América es lo que siempre conocimos como tal, no el nombre apropiado por los estadounidenses y que sorprendentemente ha sido adoptado en España).

En América se aprecia la existencia de un triple discurso: la exaltación hispana de las gentes de bien (12 de octubre, «día de la raza»), el silencio secular de las poblaciones aborígenes sometidas y la lenta aparición de la reivindicación indigenista.

La exaltación de lo blanco era el discurso de los conquistadores triunfantes asumido por las élites tras la independencia. Su referencia, mucho más que la propia identidad de lengua, religión, territorio, cultura autóctona,… era la «madre patria».

Las poblaciones autóctonas sufrieron un proceso que, resumido en pocas palabras, pasó por una primera fase de eliminación y luego evolucionó hacia la asimilación, una vez confirmado que esos seres tenían alma y por tanto debían ser evangelizados (gracias a la bula del Papa Pablo III, de 1537, que declara a los indígenas hombres con todos los efectos y capacidades de cristianos). El modelo español de colonización pudo apoyarse en sociedades organizadas de las que era posible extraer mano de obra útil, mientras se prolongaban durante siglos las luchas con las poblaciones indígenas menos organizadas, nómadas y por tanto más difíciles de encuadrar (el equivalente norteamericano es el que aparece en las películas del oeste). Las poblaciones indígenas y los mestizos a ellas asimilados han permanecido durante siglos en silencio.

El indigenismo tiene antecedentes sólidos en la primera mitad del siglo XX. Pero entonces era lo que podríamos denominar «indigenismo humanitario», expresado por blancos y mestizos ilustrados a través de la novela y de la historiografía (y de alguna incursión protectora en el marco jurídico vigente). Su conversión en «indigenismo reivindicativo» es mucho más tardía, y se expresa a través de movimientos sociales y aspiraciones políticas que encuentran eco en países de fuerte raigambre indígena: Bolivia, Perú, Ecuador, Venezuela, incluso Chile y Argentina…

La confirmación de que los aborígenes tenían alma no fue un asunto baladí. A partir de ahí, se extendió una actitud de protección que tuvo traducción en las Leyes de Indias. La colonia se hizo más vivible para los aborígenes, quienes de hecho adoptaron posiciones que no son objeto de gran atención en la historiografía americana: muchos apoyaron a las tropas españolas en las guerras de independencia, atemorizados por el riesgo que veían o presumían de perder los derechos adquiridos.

Este breve recuento no lleva a resituar el 12 de octubre sino a acercarlo al lugar que le corresponde: continúa resultando difícil encontrar una explicación para su utilización como referencia de la hispanidad. Visto desde el lado de España tiene además tres características que lo hacen poco atractivo.

Por un lado, se retoma una fecha que simboliza la relación España-América en un país, España, que sigue básicamente ignorando por completo el papel de esa América en su devenir histórico. Un historiador, cuyo nombre no recuerdo, decía hace poco en Madrid (en 2015) que resulta sorprendente la presencia en el programa escolar de secundaria del descubrimiento y de la independencia de América, junto a la llamativa ausencia de todo lo que sucede entre los siglos XVI y XIX. Así, no cabe duda, es difícil comprender la historia de España e imposible identificar las raíces de muchas de sus características actuales.

Por otro lado, hay que recordar que la experiencia de las relaciones con América ha sido muy diferente para los distintos pueblos de España. La discriminación entre unos y otros imperó durante la época colonial, en gran medida basada en el monopolio del comercio transatlántico. El cuerpo dirigente de los Virreinatos y las Capitanías Generales estaba formado muy mayoritariamente por castellanos, andaluces y extremeños, con una presencia ya muy tardía y más bien testimonial de catalanes, valencianos y otros.

La masiva afluencia de vascos, gallegos, asturianos, etc. es posterior y corresponde más bien al poblamiento de aquellos territorios en la época de las repúblicas independientes. De manera que no resulta extraño que la efemérides sea vivida con reacciones muy disímiles entre unas regiones españolas y otras.

Por último, se hace una exaltación patriótica cuya máxima expresión se condensa en un desfile militar y en una recepción real. El desfile es una manifestación que refuerza el distanciamiento popular, como sucede en todos los países en los que se recurre a este tipo de celebración (y no hace falta apelar al recurso fácil de la foto en la Plaza Roja de Moscú). Y la recepción real es la consagración de la condición de súbditos que para los españoles se superpone a la de ciudadanos, lo que contribuye a distanciar a quienes querrían que primara esta última.

El 12 de octubre no es una fecha que suscite reacciones compartidas ni afiance la unidad de los españoles. ¿Por qué no buscar un acontecimiento histórico más compartido y celebrarlo a través de una verdadera participación popular?

Audiencia versus movilización

Este parece ser el par determinante de toda la actividad política actualmente

Cuando los medios informaban, los partidos políticos se dirigían a quienes consideraban como principales apoyos para el despliegue de sus estrategias y les explicaban cuáles eran sus propósitos. Esto motivaba movilizaciones, que ocasionalmente alcanzaban grandes dimensiones, sobre todo entre las opciones transformadoras.

Cuando los medios han adquirido el perfil actual, intermedian de hecho entre los partidos y sus bases sociales. Esta función se va extendiendo y consolidando hasta el punto en que nos encontramos: lo que podemos observar hoy en día es que la mayoría de los medios han sustituido a los partidos y únicamente los emplean para legitimar mensajes que de otra manera podrían ser más fácilmente desenmascarados.

Todo parece indicar que los poderes económicos se manejan mejor en la manipulación de los medios de información que en la fidelización de las cúpulas de los partidos. A partir de esta experiencia la continuidad del proceso está garantizada, porque los resultados son tangibles y las cosas no pueden irles mejor a esos poderes.

Por ejemplo, es notorio que no hay inclinación alguna a entrar a fondo en las dificultades crecientes de las economías capitalistas modernas. Se deja abierta la brecha para que todos los contendientes se encelen con las cuestiones colaterales y, sobre todo, con las que a la vista del potencial electorado aparecen como más «crueles»: la precariedad laboral, las pensiones de los jubilados, la dificultad creciente para asegurarse un techo, la igualdad de género,…, y cada vez más las cuestiones relacionadas con el ‘cambio climático’.

Pero nadie quiere responder a las preguntas que están detrás de todo esto, asociadas inevitablemente con la duda acerca de la verdadera capacidad para superar estos problemas sin tocar las cuestiones de fondo. Las evidencias asoman cada día en el manejo de los medios y en las manifestaciones de los partidos políticos en campaña. Esos asuntos se soslayan y nadie parece interesado en ponerlos encima de la mesa: la precariedad laboral, ¿para superarla, basta con liquidar la reforma laboral pese a que tenemos una economía históricamente torpe en la creación de puestos de trabajo?; las pensiones, ¿se pueden ajustar al alza en un país que presenta una de las presiones fiscales más bajas entre las grandes economías europeas?;  la vivienda, ¿es en España un derecho o más bien una carrera de obstáculos en la que nadie parece interesado por  suprimirlos?; la igualdad de género, ¿puede tener lugar en un modelo de empleo de precariedad extrema, bajas remuneraciones, etc., o más bien en la cola del paro?  En cuanto al cambio climático, ¿a nadie le parece sospechoso que se produzcan repentinamente movilizaciones a escala mundial que coinciden con la aceptación cada vez más sumisa de la destrucción del Estado de bienestar?

A la vista de todo esto se entiende perfectamente el por qué del énfasis en la audiencia, campo en el que se puede seleccionar e imponer la temática informativa, mientras se apuesta por la mayor desmovilización posible, apuesta que incluso adquiere formas caricaturescas: «vamos a limitar la campaña electoral para ahorrar recursos públicos», en un país en el que cualquiera de los imputados en los innumerables procesos por corrupción ha desviado dinero para veinte campañas electorales.

Qué malos son los que provocan la crisis

Complicidades: el malo es el otro pero hay que ver cuántos cómplices

Los emisarios de la patronal, sean analistas de los medios o portavoces del asociacionismo empresarial, despliegan una notable imaginación al hablar de lo que se nos está viniendo encima.

Ayer leía yo sobre la amenaza cierta de recesión, en ese sentido técnico tan peculiar – dos trimestres sucesivos en los que el PIB muestra una tasa de variación negativa – , que es una mera convención para uniformizar el lenguaje. Una cierta prensa la bautizaba «ralentización». Hoy veo que esos portavoces encuentran una nueva expresión para evitar mojarse:  «fin de ciclo».

Lo cierto es que estoy básicamente de acuerdo con ellos. No puede haber «recesión» donde no ha habido «crisis». Soy de los pocos que insisten en que lo vivido en los últimos años, lo que está en curso y lo que se nos viene encima no es recesión ni los típicos movimientos cíclicos de la economía mercantil: es un cambio de época, en el que los vaivenes del PIB no son más que movimientos de alza o baja meramente coyunturales, y lo que se oculta en el trasfondo es una modificación profunda de las reglas del juego.

Y analistas y portavoces seguidamente nos sueltan largos discursos sobre las causas de esto que no es «recesión». Y nos hablan de «guerra comercial» (Trump arremetiendo contra todo bicho viviente, especialmente si tiene los ojos rasgados), del Brexit (Johnson intentando demostrar y demostrarse que el Imperio Británico sigue vivo), del decaimiento progresivo de la industria occidental (la globalización que tanto les gusta imponiendo por el mundo salarios de un dólar al día que no hay trabajador blanco que lo soporte), y así sucesivamente.

A ver si de una vez entramos en el análisis de los problemas reales y nos dejamos de cacareos interesados para marear a los pobres ciudadanos, entre los cuales me encuentro.

Qué malos son los que provocan la crisis

Complicidades: el malo es el otro pero hay que ver cuántos cómplices

Los emisarios de la patronal, sean analistas de los medios o portavoces del asociacionismo empresarial, despliegan una notable imaginación al hablar de lo que se nos está viniendo encima.

Ayer leía yo sobre la amenaza cierta de recesión, en ese sentido técnico tan peculiar – dos trimestres sucesivos en los que el PIB muestra una tasa de variación negativa – , que es una mera convención para uniformizar el lenguaje. Una cierta prensa la bautizaba «ralentización». Hoy veo que esos portavoces encuentran una nueva expresión para evitar mojarse:  «fin de ciclo».

Lo cierto es que estoy básicamente de acuerdo con ellos. No puede haber «recesión» donde no ha habido «crisis». Soy de los pocos que insisten en que lo vivido en los últimos años, lo que está en curso y lo que se nos viene encima no es recesión ni los típicos movimientos cíclicos de la economía mercantil: es un cambio de época, en el que los vaivenes del PIB no son más que movimientos de alza o baja meramente coyunturales, y lo que se oculta en el trasfondo es una modificación profunda de las reglas del juego.

Y analistas y portavoces seguidamente nos sueltan largos discursos sobre las causas de esto que no es «recesión». Y nos hablan de «guerra comercial» (Trump arremetiendo contra todo bicho viviente, especialmente si tiene los ojos rasgados), del Brexit (Johnson intentando demostrar y demostrarse que el Imperio Británico sigue vivo), del decaimiento progresivo de la industria occidental (la globalización que tanto les gusta imponiendo salarios de un dólar al día que no hay trabajador blanco que lo soporte), y así sucesivamente.

A ver si de una vez entramos en el análisis de los problemas reales y nos dejamos de cacareos interesados para marear a los pobres ciudadanos, entre los cuales me encuentro.

Superar la edad de la inocencia

En lavanguardia.com, hoy 7 de octubre de 2019, a poco más de un mes de las nuevas elecciones legislativas, un columnista escribe «Ante un 10-N que no parece que vaya a suponer grandes cambios, crece la idea de un gran pacto entre partidos».

«Crece», como término que mantiene en segundo plano la idea fundamental: «está en la naturaleza de las cosas» que haya un gran pacto. No es que determinados intereses apuesten por este gran pacto, no es que los prohombres del bipartidismo lo repitan día sí y día también, no es que los mensajes de la patronal hayan disuadido al PSOE de pactar un gobierno de izquierda, no. Es que la ‘biología social’ está en el origen de ese «crece» y a partir de ahí casi se puede decir que no cabe discutir el asunto.

La estabilidad como paradigma. Pero no es tanto la estabilidad política, que es de lo que presuntamente se está hablando. Se trata sobre todo del statu quo, de no remover lo que dificulta el desarrollo social y garantiza los beneficios de los negocios. Se trata de disponer de las herramientas para activar los dineros públicos, cosa relevante en tiempos de ‘vacas flacas’, pero no para cualquier cosa: los ‘matices’ son determinantes.

Así, el editorial de elpais.com de la misma fecha, titulado «Sin catastrofismo», arranca de un diagnóstico cerrado y llega a unas exigencias consiguientes para salir del atolladero, al que no llama «recesión» sino «ralentización». A partir de ahí incide en la necesidad de un «Gobierno», y, tras esta exquisita muestra de neutralidad (no se pronuncia sobre qué Gobierno), expone ya sin tapujos el ‘programa’ que debe acometer: «Ese Gobierno tendrá que tomar decisiones anticíclicas, como incentivar el empleo, estimular la inversión, elevar el gasto social en la medida de lo posible y frenar el deterioro industrial del país». Es decir, una ristra de expresiones genéricas que dicen poco o nada, salvo una: «elevar el gasto social en la medida de lo posible». No cabe duda de que la sociedad por entero funciona «en la medida de lo posible», pero cabe hacer esfuerzos por encima de esta «medida», salvo en el «gasto social».

Una vez trazada la línea directriz, la pregunta queda en el aire: ¿de qué Gobierno se está hablando? Si el incremento del «gasto social» es un objetivo de segundo orden y por eso puede quedar aparcado en cuanto las cifras macroeconómicas no den de sí, la evidencia se abre paso: esto lo hará el Gobierno del «gran pacto entre partidos». No hace falta ser un lince para saber quiénes pueden ser los partícipes de este «gran pacto» y quienes quedan excluidos por su naturaleza intrínseca.

Una vez explicada la fundamentación de la propuesta y comprendida la composición del entramado partidario que la materializará, solo se puede aspirar a romper este juego del statu quo alegando que no resolverá ni el más mínimo de los problemas estructurales de esta sociedad y mucho menos los de su débil economía. Cuando el editorial citado entra en materia, dice textualmente «Suele olvidarse con demasiada facilidad que la etapa de recuperación económica vivida desde 2015 se ha fundamentado en actividades de servicios, como el turismo, que generan empleo inestable y escaso valor añadido; que la economía española está perdiendo pie en los mercados internacionales debido al paupérrimo aumento de la productividad y que, como consecuencia de esa negligencia estratégica, la convergencia real con Europa se aleja en lugar de acercarse».

De esta manera se sitúa la preeminencia del modelo económico descrito a partir de 2015, con lo que se cuela el mensaje central: la generación de «empleo inestable y escaso valor añadido» y el «paupérrimo aumento de la productividad» se atribuyen a la inestabilidad política, a la ausencia de Gobierno. Nada se dice del papel jugado por los representantes del bipartidismo que se han ido alternando en el Gobierno , que de década en década se han dedicado a la liquidación del tejido industrial y a la celebración irresponsable del imparable aumento del número de turistas. Este modelo lo han construido conscientemente y lo han afianzado con sus políticas económicas, asumiendo sin réplica el papel subalterno de la economía española en Europa.

Razones de peso para evitar que se imponga el «gran pacto entre partidos»: nos van a llevar por el mismo camino, el único que conocen y que garantiza el cumplimiento de los objetivos del gran capital. Dejar atrás esta trayectoria y superar el arcaicismo que mantiene a esta sociedad atada al pasado son propósitos alentadores que exigen la superación del empate político de la «Transición».

Ingredientes políticos del momento

Repetición electoral en ambiente cambiante

Se dice repetidamente que es muy posible un resultado electoral similar al de abril y que entonces nos encontraremos en la misma tesitura. Discrepo, pero no por razones de aritmética electoral sino por el contexto social, político y económico.

El ‘empate’ político de estos meses, que los cuatro mayores partidos han sido incapaces de deshacer, particularmente el PSOE, que ha tenido la responsabilidad principal, puede continuar o superarse, pero lo que no se mantendrá de ninguna manera será la coyuntura actual.

Del Brexit no estaremos viviendo estos prolegómenos interminables sino las primeras consecuencias de su concreción, cualquiera que sea. De Cataluña no tendremos mil especulaciones acerca de las sentencias y de sus consecuencias previsibles, sino los efectos sociales y políticos que presionarán más aún por dar solución a un problema que España viene esquivando desde hace muchos años. Con la recesión económica no haremos cábalas acerca de la caída del PIB y de hasta dónde llega el problema a escala europea, sino que estaremos soportando sus consecuencias – crecientes – en nuestra vida cotidiana.

Y cada una de las manifestaciones más concretas de la evolución negativa de nuestra sociedad se irá acentuando: la obsolescencia de la Constitución, las deficiencias de nuestro sistema institucional, la precariedad laboral, el arrinconamiento de las prácticas políticas democráticas y, de manera global, la acentuación de los impactos de una trayectoria crítica de todo el modelo de sociedad que conocemos, empezando por sus fundamentos económicos.

¿Problemas conocidos? Unos sí, otros no, o, al menos, entendidos sólo de manera parcial e insuficiente para abordar soluciones. Peor aún: empantanados en este bloqueo político no avanzamos en la reflexión, ocupada nuestra mente en explicar despropósitos y sortear efectos psicológicos. Mucho menos nos ponemos manos a la obra para revertir las tendencias más adversas.

Esto es lo que vamos a tener en la próxima convocatoria electoral. Los graves problemas convertidos en desafíos acuciantes y las incapacidades políticas e institucionales en sus peores manifestaciones. Porque quién puede suponer que algo habrá mejorado dentro de poco más de un mes y quién puede pensar que metidos en esta nueva vorágine alguien se va a parar a pensar en las cuestiones fundamentales.

Nada nuevo bajo el sol, salvo el empeoramiento del enfermo.