La deriva financiera de alto riesgo se ha fortalecido tras la «crisis» de 2008 y las consecuencias desastrosas se extienden
Dice un experto: «nunca ha habido tanta liquidez en los mercados», tras más de una década de «políticas monetarias no convencionales» (muy cautelosa calificación, añado).
Y el mismo experto prolonga su reflexión hacia lo que, para mí, es un elemento constitutivo de la nueva época en la que hemos ido entrando: ese exceso de liquidez conduce a «una mala asignación de capital y a una asunción de riesgos elevados».
Si los bancos necesitan tener tanto dinero disponible para cumplir con sus obligaciones se debe a que «han acumulado demasiados compromisos, deudas y riesgos» durante el período de «dinero gratis».
Para los expertos, todos estos riesgos acumulados son los que resurgen tan pronto como aparecen las primeras tensiones. Pero el trasfondo de todo esto, lo que verdaderamente es inquietante, se encuentra en otro dato fundamental: en los Estados Unidos, el funcionamiento del mercado monetario depende de pocos grandes bancos: el 90% de las reservas disponibles están en manos de muy pocas entidades, capitaneadas por JPMorgan, Bank of America y Citigroup.
La crisis de 2008 desató una avalancha de decisiones, la mayoría muy precipitadas. Esto se tradujo ante todo en una acelerada concentración bancaria, fenómeno que en absoluto se circunscribió a los Estados Unidos: se puede describir algo parecido en todos los países, incluida España. Retomando la jerga habitual en este campo, se pasó del enorme riesgo de la banca too big to fall al gigantesco peligro de la banca too too big to fall.
Esta banca es imprescindible para el funcionamiento del sistema, hasta el punto de que la autoridad monetaria central (la Reserva Federal o el Banco Central Europeo, según el caso) se ve en la obligación de conducir su política en función de los intereses de esos too too big to fall, cada vez más maniatada por el creciente riesgo sistémico.
Llegados a este punto, cabe hilar más fino para comprender la profundidad del cambio de paradigma del modelo capitalista. El desastre de 2008 puso en guardia a las autoridades competentes, que dictaron normas para impedir teóricamente su repetición, pero nadie supo – o quiso – evitar que aparecieran otros actores en escena, fuera de control, en particular los fondos de cobertura (hedge funds), con sus inversiones volátiles a muy corto plazo.
El caso es que estos hedge funds se han convertido muy rápidamente en actores clave del sistema financiero internacional. Al asumir actividades que los bancos ya no estaban autorizados a realizar, o que ya no querían realizar a causa de las nuevas normas de prudencia, han prosperado con total opacidad (BlackRock es el ejemplo más socorrido).
Corto plazo y alto rendimiento se traducen fácilmente en términos financieros: entrada en inversiones de riesgo elevado con un apalancamiento descomunal, lo que los obliga a operar con una enorme disponibilidad de liquidez.
Si se apura el argumento del riesgo, el análisis coincide bastante bien con la política de préstamos hipotecarios de la banca española en la época del boom inmobiliario. O sea, que en España sabemos de qué se trata y de las repercusiones que estas prácticas entrañan.
Estamos ante un agujero negro financiero. Los fondos de cobertura (hedge funds) y los fondos de inversión (investment funds) vuelan por el mundo sin control, pasando por encima de las fronteras de los Estados nacionales, que en alguna medida intentan regular sus actuaciones, y desplegándose a una escala supranacional donde los organismos multilaterales se limitan a manifestar su preocupación. Manifestación que no suele ir más allá de algunas ocasionales recomendaciones y de informes periódicos que desatan alarmas sin respuesta institucional.
Por eso adquiere una enorme relevancia la aparición de algunos resquebrajamientos en el bloque aparentemente cohesionado y cerrado en sí mismo del gran capital. Algunos de sus más conspicuos representantes van mostrando su inquietud y la consiguiente necesidad que expresan de ir pensando en vías de salida. Así, en un artículo publicado por The New York Times, Marc Benioff, tras el título «We need a new capitalism», afirma rotundamente «“Como capitalista, creo que es hora de decir en voz alta lo que todos sabemos que es verdad: el capitalismo, tal como lo conocemos, está muerto» (citado por Esteban Hernández en elconfidencial.com, en su columna encabezada por el mismo título, el 17 de octubre de 2019).
El eje del diagnóstico que conduce a tal conclusión se sitúa en el declive de la clase media, cada vez más encarrilado hacia una paulatina liquidación. Toma como ejemplo a la sociedad norteamericana, pero la descripción se asemeja en cada punto a lo que cualquier observador interesado puede descubrir en la evolución de las clases medias europeas, en particular la española. Dice que «Buena parte de los estadounidenses tiene que hacer grandes equilibrios en su vida cotidiana, ya que hay mucho empleo mal pagado y los salarios no suben o lo hacen en una proporción mucho menor que los beneficios de las empresas, al mismo tiempo que los gastos necesarios para la simple subsistencia aumentan. El coste para mantener una vida mínimamente digna se ha elevado, y reproducir los estándares de clase media ha quedado al alcance de muchas menos personas,…».
A mi modo de ver, la importancia de este análisis aparece cuando se piensa en un camino para alterar este rumbo de suicidio colectivo. Y entonces surge la tentación de pensar en un nuevo pacto social. Desde los sectores más lúcidos del gran capital se enuncia una serie de disfunciones que conducen a una conclusión inevitable: el capitalismo actual está moribundo y por el camino va dejando un reguero de víctimas. Desde el otro lado, el de los desfavorecidos, poco se ofrece como alternativa, encerrados como están sus representantes en batallas muy delimitadas por aspiraciones y necesidades de colectivos concretos, dicho sea con todo el respeto: cuando una proporción creciente de la población ‘no llega a fin de mes’, qué le reporta defender una política «verde»; cuando el empleo se deteriora en la forma y al ritmo que conocemos, qué igualdad de género se puede alcanzar realmente; cuando la globalización impone la presencia en el empleo planetario de una masa de desheredados trabajando por un dólar al día, cómo se defiende la vuelta a la estabilidad laboral en el mundo ‘occidental’; cuando el empleo cae y la población envejece, cómo se afronta una política equitativa de pensiones; y así sucesivamente.
Hay que contraponer una propuesta de modelo social inclusivo para discutir y acordar con ese gran capital que va alumbrando una formulación lúcida de nueva organización del capitalismo. El fraccionamiento de ese modelo social en un puzle compuesto de campos autodefinidos y reivindicaciones parciales únicamente conduce a un debilitamiento de la que debería ser la contraparte de los desfavorecidos frente al gran capital.
Y el momento de la propuesta social inclusiva es ahora mismo. Es necesario contrarrestar las innumerables aseveraciones carentes de matices y cargadas de formulaciones repetitivas, tanto sobre las debilidades apreciables en la realidad actual como sobre las que serían presuntamente respuestas adecuadas. Tanto la aproximación a la realidad, muy parcial y sin duda interesada, como los planteamientos en apariencia estratégicos pero en la práctica fácilmente identificables con un peligroso cortoplacismo, están marcados por la ausencia de una reflexión de fondo. Es decir, más allá de que reconozcamos en estos discursos la defensa de intereses muy específicos, es que ni siquiera se llega a esbozar una vía de salida para ese capitalismo cuyos propios máximos gestores dan ya por muerto.
Las clases medias han constituido el principal soporte del capitalismo de consumo. Pero son maltratadas hasta el punto de que terminan por no poder aportar ni siquiera una capacidad de compra que facilite la supervivencia del sistema, no ya su reproducción ampliada. Noticias como las de estos días son reveladoras: «Desigualdad en el Ibex: los altos ejecutivos ganan 123 veces más que su plantilla«; «El 45% de la riqueza mundial está en manos del 1% más rico del planeta«; «El número de millonarios en España se quintuplica en los últimos nueve años, según Credit Suisse«; «750 contratos en 16 años y 13 años sin vacaciones: las condiciones laborales de las trabajadoras de Galletas Artiach«; y así hasta el infinito.
Ante esto no cabe decir por enésima vez lo que el editorial de elpais.com del 21 de octubre recién pasado: «La economía global exige políticas presupuestarias y fiscales anticíclicas». No se trata de una «crisis cíclica» ni de alcanzar a este respecto un consenso internacional, como plantea el FMI. Se trata de asumir que el sistema no da más de sí, pero todo él, no solo los pequeños mundos de las autoridades monetarias o de los gestores de las haciendas de los Estados nacionales.