(escrito en noviembre de 2016 – actualizado en diciembre de 2017)
Cuando un estado:
1º No tiene el monopolio de la violencia,
2ºSu cuota de violencia la emplea con frecuencia para una guerra sucia contra su pueblo, y
3º Controla poco o nada partes importantes de su territorio,
estamos ante un ‘estado fallido’, o muy cercano a serlo.
(Nací el 1 de enero de 1943, en Santiago de Chile, primera ciudad en la que mis padres pudieron recalar y empezar a estabilizar su vida tras el golpe de estado franquista y la derrota en la guerra civil. Eso me ha hecho conservar un gran afecto y un particular interés por América Latina. Como se acerca mi aniversario, estas líneas surgen de una cierta melancolía)
En América, los indicios son abrumadores; pocos son los países que escapan del diagnóstico. Y el núcleo del problema no se encuentra, como insisten en repetir desde los medios conservadores, en los dos países a los que atribuyen toda suerte de problemas catastróficos, como son Cuba y Venezuela. Desde este punto de vista, estos dos países, y Cuba en particular, tienen otras dificultades, pero sin duda entre ellas no se encuentra la debilidad de su estado (un síntoma entre otros: Cuba alcanza en 2017 la tasa de mortalidad infantil más baja de su historia; es decir, un sistema de salud pública que funciona…).
Por lo que se refiere a la América Latina, se cuentan por cientos de miles los muertos debido al ejercicio de distintas formas de violencia incontrolada en la mayoría de los estados. La historia de cada uno de esos países es propia y específica, pero tiene como rasgo compartido, con muy pocas excepciones, la subsistencia de unos aparatos administrativos muy endebles y unos aparatos militares y policiales con frecuencia construidos para el servicio exclusivo de una oligarquía que nunca ha perdido el control ni ha visto su poder sometido a unas mínimas normas constitucionales. Esos aparatos armados son más parecidos a guardias de corps que a cualquier forma moderna de ejército o de policía.
Además, en esa historia compartida los países latinoamericanos apelan repetidamente al modelo más extremo de los estados de excepción, que es la dictadura, predominantemente militar. Las dictaduras han asolado el continente durante siglos; para solo referirnos a la segunda mitad del siglo XX, se puede decir que el poder castrense dominó la vida política de estos países durante treinta-cuarenta años, extendiéndose por Venezuela (de 1952 a 1958, con una mezcla de régimen militar de facto y régimen militar «legalizado»), Perú (modelo parecido al de Venezuela, con un período de dictadura militar y la posterior conversión del mismo dictador en presidente constitucional, entre 1948 y 1956; se repite una dictadura militar más tarde, entre 1968 y 1980, en dos períodos sucesivos con algunas singularidades diferenciales), Colombia (1953-1957), Paraguay (1954-1991), Guatemala (1954-1957), Brasil (1964-1979), Perú (1968), Bolivia (1964 a 1982, con una sucesión de gobiernos militares, breves interludios de legitimación democrática de los mismos, hasta culminar en el período militar más prolongado, en 1971-1978), Ecuador (1972-1976), Uruguay (1966-1985, con alternancia de militares y tiranías civiles), Chile (1973-1990), Argentina (1976-1982), ..[1]. Y habría que agregar la lista de los países centroamericanos, cuya historia política es pobre en experimentos democráticos, por decirlo suavemente.
En esos ambientes no puede extrañar la multiplicación de pandillas armadas de todo tipo, empezando por los ‘paras’ (paramilitares, parapoliciales y todo modelo de manejo paralelo de la violencia institucional), continuando con las policías políticas de las dictaduras y culminando con narcotraficantes, extorsionadores, secuestradores y delincuentes diversos. Las «maras» y otras organizaciones similares de pandilleros son la referencia principal en estos tiempos, pero su presencia es hoy más llamativa debido a la terrible combinación de pobreza-exclusión y nivel de armamentismo heredado de algunas luchas civiles pasadas.
Tampoco puede extrañar la muerte violenta de activistas del medio ambiente, defensores de los derechos humanos, sindicalistas, dirigentes estudiantiles, feministas y un largo etcétera. Qué tienen en común: son personas que luchan por mejorar la vida de quienes carecen de tierras, no acceden a la sanidad y la educación, protegen el medio en el que viven, reclaman justicia para sus muertos por la violencia institucionalizada,…
Es terriblemente ilustrativo a este respecto el chorreo continuo de noticias, que se repiten casi cada día. Pero hay que escarbar detenidamente en la hemeroteca porque la información está ahí pero la mayor parte de ella se oculta de forma sistemática o, al menos, se deja caer como si no tuviera importancia. Por ejemplo, en el curso de unos pocos meses, entre abril y noviembre de 2016, los medios de comunicación nos han ido proporcionando información profusa sobre México y Colombia, coincidiendo con campañas de imagen orquestadas desde el poder a cuenta de elecciones en uno o acuerdos de paz en el otro país.
Existe una extensa gama de siglas y vocablos al uso para describir la corrosión de los estados, el sometimiento de los pueblos e informar del genocidio. Porque es un genocidio, cuya ocurrencia es desde luego incompatible con la existencia de un estado democrático.
Los múltiples informes elaborados por organizaciones independientes, en general poco difundidos, en realidad mantenidos deliberadamente en la sombra, nos hablan de «Operación Cóndor» (operación continental a gran escala para destruir a la izquierda en Chile, Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay, eliminando a sus dirigentes, cuadros y militantes identificados), Triple A (Alianza Anticomunista Argentina, formada por escuadrones integrados por miembros de las fuerzas armadas y la policía, civiles anticomunistas y una amplia gama de pandilleros y delincuentes), DINA (Dirección de Inteligencia Nacional, denominación de fuste para ocultar a la policía política de Pinochet encargada de los asesinatos de opositores), ORDEN (Organización Democrática Nacional , dedicada en El Salvador a reproducir las prácticas criminales de los escuadrones de la muerte de la vecina Guatemala), SNI (Servicio Nacional de Información; otra vez una denominación neutra para un aparato de estado dedicado a la eliminación física de opositores a las juntas militares brasileñas), PAC (Patrullas de Autodefensa Civil, especializadas en crímenes de apoyo a la represión en Guatemala[2]), etc.
No hace falta ser muy perspicaz para suponer que tras todo esto se encontraban agencias de «seguridad» norteamericanas, en aquella época amparadas por la Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidos, aprobada por J. F. Kennedy en 1962.
Aunque pueda parecer anecdótico, hay que sumar la rara coincidencia de los accidentes aéreos que fueron eliminando a personajes incómodos para la política estadounidense en América latina: el general Barrientos (Bolivia), personaje un tanto díscolo y desde luego escapado de la ortodoxia militar latinoamericana, murió en un extraño accidente de helicóptero en abril de 1969; el general Torrijos (Panamá), que se enfrentó a los EEUU por el control del Canal, murió en el accidente de una avioneta en 1981 (DeHavilland Twin Otter, de la Fuerza Aérea panameña); el presidente Jaime Roldós (Ecuador), demócrata populista, murió en un accidente aéreo en 1981 (avión Beechcraft King Air, de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, recién adquirido para avión presidencial). No volaban en viejos cacharros, no afrontaban condiciones meteorológicas adversas, no pilotaban individuos ineptos,…. Interesante contribución a la existencia y consolidación de los estados fallidos (estrategia aplicada de forma sistemática veinte años más tarde en otras regiones del mundo).
Las evidencias son múltiples, se prolongan durante décadas y continúan apareciendo en la actualidad. Cuando se califica a un estado de fallido, es frecuente que los nacionales de los países implicados se sientan incómodos, salvo si se trata de personas que han sufrido en su propia carne las consecuencias de esa condición. Pero lo cierto es que los estados consolidados en América Latina son más bien la excepción que la regla, y más excepcionales aún son las fases democráticas de su desenvolvimiento, con sus dosis repetidas de regímenes castrenses.
Incluso, sin temor a exagerar mucho, se puede decir que los Estados Unidos de América bordean esta condición con cierta frecuencia en diversas facetas de su trayectoria histórica. Desde luego, un país en el que hay tantas armas en manos de particulares como habitantes vive bajo la amenaza constante de que se rompa el monopolio de estado de la violencia; además, experimenta de forma cotidiana el uso indiscriminado de esa violencia institucional contra colectivos numerosos de su propio pueblo. Hay otros aspectos de la sociedad norteamericana que alimentan la impresión de que combina elementos del estado democrático que conocemos en Europa (potente sistema fiscal, por ejemplo, que es bastante infrecuente en América Latina) y elementos que lo hacen débil como agente unificador y garante de la convivencia. Dos cuestiones ilustran bien esto último:
a) Un asunto recurrente desde hace ya décadas es el deplorable estado del capital público en los Estados Unidos, plagados de carreteras, puentes, túneles, líneas férreas, vías urbanas y otras infraestructuras que rozan la calamidad; se puede hablar de un estado voluntariamente fallido. Son frecuentes las informaciones sobre la caída de la presencia pública en diversos ámbitos: por ejemplo, según la Asociación de Constructores de Carreteras y Transportes de América, EEUU tiene casi 56.000 puentes con problemas estructurales (de los que 1.900 están en autopistas interestatales). Otro informe industrial indica que en 1977 el Gobierno federal proporcionaba el 63% de la inversión total del país en infraestructura de aguas, pero solo el 9% en 2014. Y así una serie casi infinita de ejemplos de inhibición de los poderes públicos, hasta la culminación en el momento presente: Trump remata la faena con su reforma fiscal, que baja impuestos a ricos y empresas y debilita la posición inversora del estado.
b) Un artículo de Andrew Gumbel en The Guardian (octubre de 2016), dice, entre otras cosas: «A día de hoy se considera que el sistema electoral estadounidense es una anomalía en el mundo Occidental porque persisten problemas con la fiabilidad de sus máquinas para votar, su frecuente incompetencia burocrática, la falta de estándares uniformes entre estados e incluso entre condados, su exclusión sistemática de más de 6 millones de criminales y antiguos presos, y la tendencia de los funcionarios electorales de adoptar reglas que benefician a sus partidos por encima de la democracia en sí misma»; a ello se puede añadir una serie de datos esclarecedores, como los siguientes: en las elecciones presidenciales, la participación no suele llegar al 60%; en las elecciones locales la participación se sitúa en el entorno del 20%; en las últimas elecciones para elegir al alcalde de Nueva York la participación fue del 24%, en Detroit, del 25%, a pesar de que eran las elecciones más determinantes tras declararse la ciudad en bancarrota, y en San Antonio (Texas), del 14%; es más, las primeras elecciones de Obama, las del «Yes, we can», las de la gran ilusión, solo alcanzaron el 57% de participación de los ciudadanos registrados (estar registrado es por otro lado consecuencia de una voluntad de hacerlo, no es un hecho automático, de manera que el 57% se reduce considerablemente al referirlo a la población potencialmente electora).
Todos los datos mencionados están sometidos a una ocultación prácticamente sistemática, que mezcla la ausencia de información accesible con la práctica de superponer una bruma infranqueable. Así, los ciudadanos tienen serias dificultades para informarse y, lo que es mucho peor, les resulta imposible hacerse una composición de lugar que les permita alcanzar una visión de conjunto. Y por eso es tan fácil jugar a las sombras chinescas con un asunto como el del acuerdo de paz en Colombia, por ejemplo, que se ha vendido al mundo mientras los dirigentes políticos y sociales son asesinados (un día cualquiera, como es el 21 de diciembre de 2017, aparece en la prensa: «La ONU denuncia el asesinato de más de 100 defensores de los derechos humanos en Colombia en 2017. Naciones Unidas reprende a las autoridades por el clima de estigmatización de los líderes sociales». Ante estas situaciones, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, declara a los medios que «los asesinatos de defensores y líderes sociales en el país son debidos a líos de faldas, peleas con vecinos y rentas ilícitas.»).
Las evidencias son más que suficientes para afirmar que se está hablando de una mayoría de estados fallidos o que se acercan a ello cada día del año, desde hace mucho tiempo. Sin embargo, en la información corriente acerca de estos países se hace caso omiso de esos datos y, en cambio, se magnifica aquello que puede tener una relevancia política para consumo interno, cosa que ocurre de manera extrema en España, donde estamos habitualmente sometidos a manejos de tergiversación, manipulación, mentira y ocultación generalizados[3].
[1] Esta relación no es más que una manera de ilustrar la presencia de los regímenes militares en América Latina. Lo más significativo es que los períodos democráticos son en muchos países breves y poco frecuentes, y además cargados de violencia institucional: las referencias a México y Colombia en la información diaria vienen a corroborar esto. Sin ir más lejos, el 29 de diciembre de 2017 aparece en la prensa española una información de México: «2017 será el año más sangriento desde que el gobierno comenzó a publicar estadísticas de crímenes en 1997, con unos 27.000 asesinatos. La mayoría de los crímenes no son publicados por los periódicos locales: los periodistas se autocensuran para seguir vivos».
[2] Guatemala es un caso singular, puesto que este país reúne una de las mayores variedades de organizaciones represivas extra-institucionales de toda América.
[3] Como parte de la ofensiva anti-venezolana en la estrategia de deslegitimación de la nueva izquierda española: en elpaís.com – ¿quién, si no? – se titula así una información del día 7 de noviembre de 2016: «Los indígenas venezolanos, al borde de la extinción». Claro, tienen la pésima suerte de haber caído en un país llamado Venezuela; en algunos otros países latinoamericanos no tendrían este problema porque serían gratuitamente eliminados por hombres armados, bien al servicio de los latifundistas, o contratados por empresas mineras, por intereses madereros, por empresas eléctricas y petroleras, etc.