Los estados fallidos de las Américas

(escrito en noviembre de 2016 – actualizado en diciembre de 2017)

Cuando un estado:

1º No tiene el monopolio de la violencia,

2ºSu cuota de violencia la emplea con frecuencia para  una guerra sucia contra su pueblo, y

3º Controla poco o nada partes importantes de su territorio,

estamos ante un ‘estado fallido’, o muy cercano a serlo.

(Nací el 1 de enero de 1943, en Santiago de Chile, primera ciudad en la que mis padres pudieron recalar y empezar a estabilizar su vida tras el golpe de estado franquista y la derrota en la guerra civil. Eso me ha hecho conservar un gran afecto y un particular interés por América Latina. Como se acerca mi aniversario, estas líneas surgen de una cierta melancolía)

En América, los indicios son abrumadores; pocos son los países que escapan del diagnóstico. Y el núcleo del problema no se encuentra, como insisten en repetir desde los medios conservadores, en los dos países a los que atribuyen toda suerte de problemas catastróficos, como son Cuba y Venezuela. Desde este punto de vista, estos dos países, y Cuba en particular, tienen otras dificultades, pero sin duda entre ellas no se encuentra la debilidad de su estado (un síntoma entre otros: Cuba alcanza en 2017 la tasa de mortalidad infantil más baja de su historia; es decir, un sistema de salud pública que funciona…).

Por lo que se refiere a la América Latina, se cuentan por cientos de miles los muertos debido al ejercicio de distintas formas de violencia incontrolada en la mayoría de los estados. La historia de cada uno de esos países es propia y específica, pero tiene como rasgo compartido, con  muy pocas excepciones, la subsistencia de unos aparatos administrativos muy endebles y unos aparatos militares y policiales con frecuencia construidos para el servicio exclusivo de una oligarquía que nunca ha perdido el control ni ha visto su poder sometido a unas mínimas normas constitucionales. Esos aparatos armados son más parecidos a guardias de corps que a cualquier forma moderna de ejército o de policía.

Además, en esa historia compartida los países latinoamericanos apelan repetidamente al modelo más extremo de los estados de excepción, que es la dictadura, predominantemente militar. Las dictaduras han asolado el continente durante siglos;  para solo referirnos a la segunda mitad del siglo XX, se puede decir que el poder castrense dominó la vida política de estos países durante treinta-cuarenta años, extendiéndose por Venezuela (de 1952 a 1958, con una mezcla de régimen militar de facto y régimen militar «legalizado»), Perú (modelo parecido al de Venezuela, con un período de dictadura militar y la posterior conversión del mismo dictador en presidente constitucional, entre 1948 y 1956; se repite una dictadura militar más tarde, entre 1968 y 1980, en dos períodos sucesivos con algunas singularidades diferenciales), Colombia (1953-1957), Paraguay (1954-1991), Guatemala (1954-1957), Brasil (1964-1979), Perú (1968), Bolivia (1964 a 1982, con una sucesión de gobiernos militares, breves interludios de legitimación democrática de los mismos, hasta culminar en el período militar más prolongado, en 1971-1978), Ecuador (1972-1976), Uruguay (1966-1985, con alternancia de militares y tiranías civiles), Chile (1973-1990), Argentina (1976-1982), ..[1]. Y habría que agregar la lista de los países centroamericanos, cuya historia política es pobre en experimentos democráticos, por decirlo suavemente.

En esos ambientes no puede extrañar la multiplicación de pandillas armadas de todo tipo, empezando por los ‘paras’ (paramilitares, parapoliciales y todo modelo de manejo paralelo de la violencia institucional), continuando con las policías políticas de las dictaduras y culminando con narcotraficantes, extorsionadores, secuestradores y delincuentes diversos. Las «maras» y otras organizaciones similares de pandilleros son la referencia principal en estos tiempos, pero su presencia es hoy más llamativa debido a la terrible combinación de pobreza-exclusión y nivel de armamentismo heredado de algunas luchas civiles pasadas.

Tampoco puede extrañar la muerte violenta de activistas del medio ambiente, defensores de los derechos humanos, sindicalistas, dirigentes estudiantiles, feministas y un largo etcétera. Qué tienen en común: son personas que luchan por mejorar la vida de quienes carecen de tierras, no acceden a la sanidad y la educación, protegen el medio en el que viven, reclaman justicia para sus muertos por la violencia institucionalizada,…

Es terriblemente ilustrativo a este respecto el chorreo continuo de noticias, que se repiten casi cada día. Pero hay que escarbar detenidamente en la hemeroteca porque la información está ahí pero la mayor parte de ella se oculta de forma sistemática o, al menos, se deja caer como si no tuviera importancia. Por ejemplo, en el curso de unos pocos meses, entre abril y noviembre de 2016, los medios de comunicación nos han ido proporcionando información profusa sobre México y Colombia, coincidiendo con campañas de imagen orquestadas desde el poder a cuenta de elecciones en uno o acuerdos de paz en el otro país.

Existe una extensa gama de siglas y vocablos al uso para describir la corrosión de los estados, el sometimiento de los pueblos e informar del genocidio. Porque es un genocidio, cuya ocurrencia es desde luego incompatible con la existencia de un estado democrático.

Los múltiples informes elaborados por organizaciones independientes, en general poco difundidos, en realidad mantenidos deliberadamente en la sombra, nos hablan de «Operación Cóndor» (operación continental a gran escala para destruir a la izquierda en Chile, Argentina,  Bolivia,  Paraguay y Uruguay, eliminando a sus dirigentes, cuadros y militantes identificados), Triple A (Alianza Anticomunista Argentina, formada por escuadrones integrados por miembros  de las fuerzas armadas y la policía, civiles anticomunistas y una amplia gama de pandilleros y delincuentes), DINA (Dirección de Inteligencia Nacional, denominación de fuste para ocultar a la policía política de Pinochet encargada de los asesinatos de opositores), ORDEN (Organización Democrática Nacional , dedicada en El Salvador a reproducir las prácticas criminales de los escuadrones de la muerte de la vecina Guatemala), SNI (Servicio Nacional de Información; otra vez una denominación neutra para un aparato de estado dedicado a la eliminación física de opositores a las juntas militares brasileñas), PAC (Patrullas de Autodefensa Civil, especializadas en crímenes de apoyo a la represión en Guatemala[2]),  etc.

No hace falta ser muy perspicaz para suponer que tras todo esto se encontraban agencias de «seguridad» norteamericanas, en aquella época amparadas por la Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidos, aprobada por J. F. Kennedy en 1962.

Aunque pueda parecer anecdótico, hay que sumar la rara coincidencia de los accidentes aéreos que fueron eliminando a personajes incómodos para la política estadounidense en América latina: el general Barrientos (Bolivia), personaje un tanto díscolo y desde luego escapado de la ortodoxia militar latinoamericana, murió en un extraño accidente de helicóptero en abril de 1969; el general Torrijos (Panamá), que se enfrentó a los EEUU por el control del Canal, murió en el accidente de una avioneta en 1981 (DeHavilland Twin Otter, de la Fuerza Aérea panameña); el presidente Jaime Roldós (Ecuador), demócrata populista, murió en un accidente aéreo en 1981 (avión Beechcraft King Air, de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, recién adquirido para avión presidencial). No volaban en viejos cacharros, no afrontaban condiciones meteorológicas adversas, no pilotaban individuos ineptos,…. Interesante contribución a la existencia y consolidación de los estados fallidos (estrategia aplicada de forma sistemática veinte años más tarde en otras regiones del mundo).

Las evidencias son múltiples, se prolongan durante décadas y continúan apareciendo en la actualidad. Cuando se califica a un estado de fallido, es frecuente que los nacionales de los países implicados se sientan incómodos, salvo si se trata de personas que han sufrido en su propia carne las consecuencias de esa condición. Pero lo cierto es que los estados consolidados en América Latina son más bien la excepción que la regla, y más excepcionales aún son las fases democráticas de su desenvolvimiento, con sus dosis repetidas de regímenes castrenses.

Incluso, sin temor a exagerar mucho, se puede decir que los Estados Unidos de América bordean esta condición con cierta frecuencia en diversas facetas de su trayectoria histórica. Desde luego, un país en el que hay tantas armas en manos de particulares como habitantes vive bajo la amenaza constante de que se rompa el monopolio de estado de la violencia; además, experimenta de forma cotidiana el uso indiscriminado de esa violencia institucional contra colectivos numerosos de su propio pueblo. Hay otros aspectos de la sociedad norteamericana que alimentan la impresión de que combina elementos del estado democrático que conocemos en Europa (potente sistema fiscal, por ejemplo, que es bastante infrecuente en América Latina) y elementos que lo hacen débil como agente unificador y garante de la convivencia. Dos cuestiones ilustran bien esto último:

a) Un asunto recurrente desde hace ya décadas es el deplorable estado del capital público en los Estados Unidos, plagados de carreteras, puentes, túneles, líneas férreas, vías urbanas y otras infraestructuras que rozan la calamidad; se puede hablar de un estado voluntariamente fallido. Son frecuentes las informaciones sobre la caída de la presencia pública en diversos ámbitos: por ejemplo, según la Asociación de Constructores de Carreteras y Transportes de América, EEUU tiene casi 56.000 puentes con problemas estructurales (de los que 1.900 están en autopistas interestatales). Otro informe industrial indica que en 1977 el Gobierno federal proporcionaba el 63% de la inversión total del país en infraestructura de aguas, pero solo el 9% en 2014. Y así una serie casi infinita de ejemplos de inhibición de los poderes públicos, hasta la culminación en el momento presente: Trump remata la faena con su reforma fiscal, que baja impuestos a ricos y empresas y debilita la posición inversora del estado.

b) Un artículo de Andrew Gumbel en The Guardian (octubre de 2016), dice, entre otras cosas: «A día de hoy se considera que el sistema electoral estadounidense es una anomalía en el mundo Occidental porque persisten problemas con la fiabilidad de sus máquinas para votar, su frecuente incompetencia burocrática, la falta de estándares uniformes entre estados e incluso entre condados, su exclusión sistemática de más de 6 millones de criminales y antiguos presos, y la tendencia de los funcionarios electorales de adoptar reglas que benefician a sus partidos por encima de la democracia en sí misma»; a ello se puede añadir una serie de datos esclarecedores, como los siguientes: en las elecciones presidenciales, la participación no suele llegar al 60%; en las elecciones locales la participación se sitúa en el entorno del 20%; en las últimas elecciones para elegir al alcalde de Nueva York la participación fue del 24%, en Detroit, del 25%, a pesar de que eran las elecciones más determinantes tras declararse la ciudad en bancarrota, y en San Antonio (Texas), del 14%; es más, las primeras elecciones de Obama, las del «Yes, we can», las de la gran ilusión, solo alcanzaron el 57% de participación de los ciudadanos registrados (estar registrado es por otro lado consecuencia de una voluntad de hacerlo, no es un hecho automático, de manera que el 57% se reduce considerablemente al referirlo a la población potencialmente electora).

Todos los datos mencionados están sometidos a una ocultación prácticamente sistemática, que mezcla la ausencia de información accesible con la práctica de superponer una bruma infranqueable. Así, los ciudadanos tienen serias dificultades para informarse y, lo que es mucho peor, les resulta imposible hacerse una composición de lugar que les permita alcanzar una visión de conjunto. Y por eso es tan fácil jugar a las sombras chinescas con un asunto como el del acuerdo de paz en Colombia, por ejemplo, que se ha vendido al mundo mientras los dirigentes políticos y sociales son asesinados (un día cualquiera, como es el 21 de diciembre de 2017, aparece en la prensa: «La ONU denuncia el asesinato de más de 100 defensores de los derechos humanos en Colombia en 2017. Naciones Unidas reprende a las autoridades por el clima de estigmatización de los líderes sociales». Ante estas situaciones, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, declara a los medios que «los asesinatos de defensores y líderes sociales en el país son debidos a líos de faldas, peleas con vecinos y rentas ilícitas.»).

Las evidencias son más que suficientes para afirmar que se está hablando de una mayoría de estados fallidos o que se acercan a ello cada día del año, desde hace mucho tiempo. Sin embargo, en la información corriente acerca de estos países se hace caso omiso de esos datos y, en cambio, se magnifica aquello que puede tener una relevancia política para consumo interno, cosa que ocurre de manera extrema en España, donde estamos habitualmente sometidos a manejos de tergiversación, manipulación, mentira y ocultación generalizados[3].

[1] Esta relación no es más que una manera de ilustrar la presencia de los regímenes militares en América Latina. Lo más significativo es que los períodos democráticos son en muchos países breves y poco frecuentes, y además cargados de violencia institucional: las referencias a México y Colombia en la información diaria vienen a corroborar esto. Sin ir más lejos, el 29 de diciembre de 2017 aparece en la prensa española una información de México:  «2017 será el año más sangriento desde que el gobierno comenzó a publicar estadísticas de crímenes en 1997, con unos 27.000 asesinatos. La mayoría de los crímenes no son publicados por los periódicos locales: los periodistas se autocensuran para seguir vivos».

[2] Guatemala es un caso singular, puesto que este país reúne una de las mayores variedades de organizaciones represivas extra-institucionales de toda América.

[3] Como parte de la ofensiva anti-venezolana en la estrategia de deslegitimación de la nueva izquierda española: en elpaís.com – ¿quién, si no? – se titula así una información del día 7 de noviembre de 2016: «Los indígenas venezolanos, al borde de la extinción». Claro, tienen la pésima suerte de haber caído en un país llamado Venezuela; en algunos otros países latinoamericanos no tendrían este problema porque serían gratuitamente eliminados por hombres armados, bien al servicio de los latifundistas, o contratados por empresas mineras, por intereses madereros, por empresas eléctricas y petroleras, etc.

Una jefatura del estado que bloquea la sociedad española

Estado y gobierno: la historia de España abunda en situaciones de extrema confusión entre ambas instituciones

(Escrito tras la comparecencia televisiva de Felipe de Borbón el 3 de octubre. Actualizado tras su comparecencia de Nochebuena)

El gremialismo como arma de combate. Es lo que aflora en frases como la de Ignacio Varela en elconfidencial.com hablando del discurso de Felipe VI: «Felipe de Borbón sobresale por su claridad política entre la tropa de mediocres que forman la clase dirigente de este país». O sea, vuelta al desprestigio de ‘los políticos’ (la «clase dirigente»: ‘son todos iguales’), expresión sacralizada como arma de deslegitimación tan querida de la derecha española.

La trayectoria de la sociedad española en estos años debería ser objeto de reflexión y análisis, porque la deriva que se puede percibir es cada vez más autodestructiva. Sin embargo, son muy escasos los columnistas de la prensa que hacen el esfuerzo y menos aún los que consiguen extraer de su reflexión conclusiones sustantivas. Si aplicáramos ese gremialismo urbi et orbe, la consecuencia sería inmediata: ‘nada podemos esperar de la tropa de mediocres que forman el  núcleo duro del cuerpo periodístico de este país’.

Y ya puestos, vamos a lo que en este momento suscita tantos comentarios. El discurso de Felipe VI no es la intervención de un jefe de estado en momento de grave crisis política y social sino la del jefe de la derecha española. Hace suyo el enfoque histórico de la derecha de este país, que aparte de mediocre solo es útil para convocar a las huestes reaccionarias y movilizarlas contra el resto de la sociedad española. Porque la historia de España está plagada de momentos como el que vivimos ahora, que rara vez se resolvieron por la vía política, más bien mediante asonadas, cuartelazos y golpes de estado. Se diga lo que se diga, estamos ante una crisis de régimen mucho más que ante una provocación independentista, que también. Y esta crisis de régimen puede desbloquearse de la única manera posible, que es la del encuentro entre las partes, la negociación política y la salvaguarda de la democracia compartida.

Atribuir a los independentistas catalanes la maldad y al gobierno de la derecha en Madrid la bondad solo conduce a consagrar una visión caricaturesca de la realidad, a través de la cual se obvia la más grave consecuencia del camino escogido, que es la peligrosa suma de ausencia de solución y de restricciones crecientes de las libertades individuales y colectivas para quienes pretenden alcanzarla, y esto en ambos bandos. El discurso de Felipe VI escoge precisamente este camino, y J.A. Zarzalejos lo ensalza en elconfidencial.com:  «Se comportó como el jefe de un Estado que está siendo agredido, más allá de los errores que pueda cometer un Gobierno. Los ejecutivos son contingentes, el Estado es permanente. Los gobierno pasan, los estados continúan».

Al margen de que sin duda lo que oímos a Felipe VI no fue un discurso de Estado sino un discurso de Gobierno, es curioso que diga esto una persona educada en España y que sin duda conoce su historia. En los últimos ochenta-noventa años este país ha cambiado de Estado dos veces y media: la caída de la monarquía y la instauración de la república; el golpe de estado franquista y la instauración de la dictadura; y la medio conversión del estado franquista en estado democrático. Con este recorrido, lo de «los gobiernos pasan, los estados continúan» puede decirse que pierde pie: queda bien como frase en una clase de ciencia política pero vale para poco en la realidad española.

Parece que todo el tiempo hay que volver al comienzo. Tenemos que decir que en España el Estado es agredido cada día por una derecha gobernante cuya cultura democrática es cercana a cero, y cuya gestión se ve facilitada por una configuración institucional que no cumple las reglas más básicas del Estado democrático, empezando por la separación de poderes. Si utilizar las cloacas de Interior, gobernar por decreto para evitar el control parlamentario, dinamitar cualquier comisión de investigación sobre la podredumbre generalizada por el PP, vaciar las arcas públicas para llenarse los bolsillos, convertir a los fiscales en jueces, hacer del Tribunal Constitucional una última instancia judicial manipulada desde la derecha política, perseguir cada vez con más dedicación presuntos delitos de opinión, etc., etc. son actuaciones no percibidas como formidables agresiones al Estado presuntamente democrático, resulta inquietante imaginar hasta dónde habrá que llegar para que ello se haga evidente. No tengo noticia de que el jefe del Estado haya abierto la boca al respecto.

Por este camino, la frase de Zarzalejos puede desinflarse de manera dramática: «Los gobiernos pasan, los estados continúan». Coyunturalmente cierto, históricamente falso. Cuando el estado no responde a las necesidades de la sociedad, simplemente es sacudido para cambiar lo que no marcha, y esto es lo que actualmente está sobre la mesa: este Estado no responde a las necesidades sociales y hay que sacudirlo, de manera que encastillarse apelando a una Constitución que debe ser reformada, como casi todo el mundo sabe, únicamente acaba conduciendo a que el Estado se acerque al riesgo de tener que ser sustituido de arriba abajo. Tal como va nuestra trayectoria de país, es de temer  que la «defensa del Estado» esté llegando al punto en el que se convierte en un fin en sí mismo para la derecha española, al margen de que ello conlleve la pérdida de libertades y la ruptura antidemocrática del pacto del ’78’.

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El 24 de diciembre, Felipe VI ha dicho «Porque a lo largo de los últimos 40 años, hemos conseguido hacer realidad un país nuevo y moderno, un país entre los más avanzados del mundo», frase que introduce un discurso de autocomplacencia en el que se deja ver hasta dónde llega la ensoñación borbónica. Y una vez comprobado que el liderazgo de la derecha ejercido a través de su anterior comparecencia ha resultado inútil, suaviza la admonición a los catalanes y añade unos brochazos sobre el empleo, el «terrorismo yihadista», la «corrupción», Europa, el medio ambiente y la violencia de género, como si de verdad tuviera en mente a la sociedad española en su conjunto. Pero la autocomplacencia es una pésima guía para la conducción y peor aún para la acción.

La incultura política en progresión

España es con demasiada frecuencia un verdadero paradigma de la incapacidad de elaborar pensamiento político

Ignacio Varela en elconfidencial.com, el 16 de diciembre de 2017. Entresaco un párrafo muy definitorio del nivel político de España, sin olvidar que estamos ante una persona de larga cultura en esta materia:

«El equilibrio de los dos bloques. Si pensamos en una votación dual (independentistas frente a constitucionalistas sin contar a los hermafroditas de Colau – lo enfatizo con verdadera vergüenza), las encuestas ofrecen un panorama bastante claro:….»

Todo lo que pueda decir tras esta frase conduce al callejón sin salida en el que estamos metidos y que es lamentablemente tan frecuente en la historia de España. Una incapacidad difícil de calibrar para comprender los movimientos de esta sociedad, a menudo espasmódicos, como corresponde a una forma tortuosa de responder a los desafíos de un mundo en construcción. La ausencia de respuesta a las nuevas circunstancias en momentos críticos de la historia ha situado a este país en el disparadero actual: no hubo revolución burguesa, ni revolución industrial, y la construcción del estado de bienestar vino ya tarde, mientras el fortalecimiento de la ciencia y de la técnica en el siglo XXI se queda en fraseología hueca,…; nada de esto ha existido realmente salvo bajo la forma caricaturesca de los esbozos de brocha gorda para intentar no perder del todo el tren de la historia.

Y este hombre, como muchos de sus congéneres, se cuenta entre los fabricantes de ideología que en lugar de impulsar el conocimiento de la realidad y el pensamiento crítico no hacen sino adjudicar epítetos y forzar la adscripción partidaria. Siempre en la misma dirección, claro está.

Retomando el hilo

Lo peor no ha pasado: la confusión en el pensamiento era considerable antes del ‘asunto catalán’ y parece seguir siéndolo ahora. Una tarea esencial es la de intentar contribuir a que las reflexiones sean menos obtusas. En gran parte el esfuerzo tiene que centrarse en un aterrizaje en la realidad que parece ser más difícil de lo previsto. 

En un artículo del número 141 de ctxt.es (1 de noviembre de 2017) se hace referencia a un estudio de Intermon Oxfam. Cito literalmente:

«“La recuperación económica en nuestro país sólo está favoreciendo a unos pocos y está intensificando la desigualdad”. Así de contundente se expresa Intermon Oxfam en su reciente estudio El dinero que no ves. Paraísos fiscales y desigualdad, donde se señala que España es el país de la UE donde más ha crecido la inequidad de renta desde el inicio de la crisis –veinte veces más que el promedio de la región.»

«Son las familias, según el informe las que han terminado por asumir el peso de la recuperación, pasando de aportar el 74% del total de impuestos en 2007 al 83% en 2016. La contribución de las empresas, por su parte, ha caído 10 puntos en el mismo periodo, del 22% al 12%.»

Es de agradecer que el texto citado matice el término «recuperación», porque lo habitual es que sea empleado sin matiz alguno y, sobre todo, sin aclarar que se habla exclusivamente de crecimiento del PIB. Esto se repite de costumbre en todos los medios, sin distinción de credos, razas o ideologías. Es importante una primera anotación para abrir camino: esta noción de «recuperación económica» es muy peligrosa por cuanto oculta los procesos que realmente están en curso y disimula los hechos cruciales: por ejemplo, la aguda concentración del poder económico cada vez más trasladada a la esfera financiera; por ejemplo, el recurso creciente a la evasión fiscal y a la precariedad del empleo para el desarrollo de los nuevos negocios; por ejemplo, la sustitución de las prestaciones sociales universales por la venta de servicios privados al alcance de pocos;…. De hecho, este tipo de trampas y los consecuentes engaños en los discursos oficiales constituye una especialidad primordial del «Régimen del 78», en la que descansa la mayor parte de la legitimidad que ha alcanzado. Hay que volver a ello una y otra vez.

En el manifiesto «Adéu 78», publicado en elsaltodiario.com (3 de noviembre de 2017), sus autores dicen:

«Para nosotros, el Régimen del 78 es un Régimen basado en un pacto de silencio y olvido sobre una dictadura, sus elementos estructurales y muchos de sus protagonistas. Es un Régimen que nace pactando contra cualquier elemento transformador y establece un turnismo entre dos partidos posibles y dos sindicatos mayoritarios desprovistos de cualquier amenaza para el mundo empresarial. Es, además, un Régimen que nace cuando la socialdemocracia empieza a liquidarse en Europa pero que construye el espejo de una, que es precaria, a la vez que establece una Constitución que acarrea los mismos problemas de insuficiencia democrática, centralismo absurdo, desnivel territorial, etc. de los últimos dos siglos (XIX y XX) ….».

Merece un especial reconocimiento el hecho de que por fin se vaya tejiendo el hilo de un análisis de la realidad, más allá de la inagotable marea de elogios ditirámbicos y justificaciones vacías del llamado ‘régimen del 78′. Que se trataba en esas fechas de legitimar un modelo de estado democrático para su aceptación en Europa sin tocar sus fundamentos franquistas es algo que nos resultó evidente a unos pocos, porque lo cierto es que la mayor parte de la sociedad española aceptó el discurso, asumió como propio el presunto éxito y ratificó su pobre condición ciudadana. También hay que volver sobre esto: la constatación de que hemos sido incapaces de superar la prolongada historia política que en España ha estado marcada por el ejercicio de un poder absoluto sobre el pueblo (¿los pueblos?), en cuya entidad nunca ha dejado de haber una mayoría de súbditos.

Síntesis: para un pueblo de súbditos el mayor crecimiento económico es un maná, sea cual sea la manera de conseguirlo, y una vez instalada esta idea, al poder establecido le basta con mantener el discurso del éxito para asegurarse la continuidad en el mando. Poco importa, como se está viendo, que ese crecimiento favorezca de manera extrema a los mismos privilegiados de siempre. Hacia el desmontaje de esta síntesis hay que hacer avanzar el pensamiento crítico, cuestionando sus pilares y proponiendo estrategias de superación.

Cuando se habla del entramado institucional y del funcionamiento del estado español, se tiende a perder de vista sus fundamentos. Lo mismo sucede con los mimbres del modelo económico que soporta las bases materiales de la vida social. ¿Qué es lo que falla aquí? Seguramente hay que escarbar en la pobreza cultural, en la versión monotemática construida a partir de la gran operación de liquidación del mestizaje español que fue la Reconquista y amplificada por el cerrado absolutismo de quienes la heredaron. Esto es lo que recuerda Santiago Auserón, entrevistado por publico.es (el 6 de noviembre de 2017) a raíz de la presentación de un nuevo disco de Juan Perro, cuando afirma que:

«La música, la poesía y la sociedad españolas son interétnicas desde siempre. Todo creador popular ibérico debe verse inserto en una comunidad mucho más amplia.»

Mestizos avergonzados de serlo, individuos formados para competir con escasa solidez intelectual, seres que pierden de vista sus vidas envueltos en banderas; esto es lo que tenemos entre manos y es nuestra obligación ser conscientes de estas miserias para superarlas. Lo que nos impone además otra exigencia, que es el distanciamiento crítico respecto de la repetición de discursos cada vez más monolíticos desde los medios de adoctrinamiento hábilmente utilizados por el poder establecido.

Síntesis: cultura, educación, manipulación. Este es el envoltorio que hay que rasgar. Mientras sigamos pensando que la cáscara envuelve un presente amable y promete un futuro sin tribulaciones no podremos romper el frente unido de la dominación absoluta, cuyo objetivo más importante es el mantenimiento del statu quo. Statu quo que no quiere decir que todo sigue igual, sino que las reglas del juego son en apariencia inamovibles, como la Constitución del ’78’, pero modificables a voluntad por la interpretación que de ella hacen quienes ejercen la hegemonía desde posiciones irreductibles como minoría privilegiada.

Todo indica que es imprescindible comprender de qué hablamos para saber qué tenemos que cambiar. Y comprenderlo no exige un largo proceso intelectual sino un esfuerzo racional y colectivo de observación y síntesis que, si se dejan de lado las ideas preconcebidas y las afirmaciones rotundas sin fundamento, puede concluir con unos enunciados muy sencillos y eficaces.

Solo para ir avanzando, por lo que respecta a la economía, la insana combinación de crecimiento del PIB y empobrecimiento cada vez más extendido a segmentos sociales que han formado parte de las llamadas ‘clases medias’ es un dato más que suficiente. Esta economía no resuelve los problemas que existían y se hicieron visibles con la crisis: la economía española ha sido de las más dañadas en Europa, y esto ha sido así porque tenemos uno de los modelos económicos más débiles y vulnerables. Pero, lo que hoy en día resulta más crítico, es que prácticamente no hay el menor esfuerzo por buscar un nuevo modelo capaz de sostener no solo una cierta solidez de la base material de la sociedad sino de asegurar un reparto más equitativo de la riqueza.

Y por lo que respecta al Estado, se puede uno apoyar en lo que dice Javier Pérez Royo, en eldiario.es (el 3 de noviembre de 2017):

«Las dudas sobre el encaje de la Audiencia Nacional en la Constitución y en el Convenio Europeo de Derechos Humanos acompañaron a este órgano desde su nacimiento. En un Estado democráticamente constituido solamente debe haber un órgano judicial, cuya jurisdicción se extienda a todo el territorio del Estado, que es el Tribunal Supremo. No debería haber ningún otro. Por esta razón la Audiencia Nacional es una anomalía democrática.»

A partir de esta pequeña síntesis es razonable hacer una extrapolación hacia la escasa solera democrática del Estado español en general. No hace falta extenderse mucho con las referencias al papel marginal del Poder Legislativo, con la subordinación al Ejecutivo de gran parte del entramado judicial, con la fácil utilización de los otros poderes del estado para fines anti-democráticos,…

Con estos argumentos bien desarrollados y comprendidos como partes de un conjunto orgánico es suficiente para entender de qué Estado hablamos. Y está claro que este Estado no nos sirve para el siglo XXI.

Por último, conviene no dejar de lado la cultura, en cuya pobreza histórica ahondan todos los medios activos, por ejemplo cuando en un análisis de los resultados de la encuesta del CIS (en eldiario.es, el 8 de noviembre de 2017), se dice textualmente lo siguiente:

«El acusado incremento de la preocupación social por la situación de Catalunya ha sido uno de los resultados que más se han comentado. Algo que no es de extrañar, si tenemos en cuenta que el desafío independentista se ha convertido en un solo mes en la segunda preocupación ciudadana, sólo superada por el paro y desbancando al tercer puesto del ranking de problemas la inquietud que genera la corrupción y el fraude.»

¿De verdad nos quieren decir que la ‘ciudadanía’ tiene plena autonomía de pensamiento? ¿No será que la insistencia agotadora en este asunto por parte de los medios de comunicación, sin ir más lejos, sitúa la cuestión en los primeros lugares? Y no digamos nada acerca del efecto en la población de las intervenciones de ambas partes en el enfrentamiento político, que guían a sus huestes llenándoles las cabezas de simplezas sin cuento. Precisamente de eso se trata, entre otras cosas pero de manera muy principal: todo lo verdaderamente significativo de la situación social queda oculto tras las banderas. ¡Y qué difícil es atraer la atención sobre ello si no tienes una bandera propia que exhibir!

Cuestión a debatir: la ‘calidad’ democrática del Estado español

Defensa del ‘Régimen del 78’ frente a análisis crítico que conduce a revisar la institucionalidad surgida de aquello y el cuerpo jurídico que la ampara

Cada día resulta más difícil atribuir a malas prácticas políticas el retroceso democrático que vive España. Para mí, sobreviviente de las batallas reforma-ruptura de aquellos años, no cabe duda de que el sistema está viciado de origen. Insisto en algo dicho hace ya tiempo: el Estado nacido con el ‘Régimen del 78’ es el franquista existente a la muerte del dictador con algunos remiendos para legitimarlo ante Europa.

Demasiados son los componentes heredados de esa época de régimen autoritario como para adjudicarle sin más la condición de Estado democrático. Desde los aparatos permanentes de la judicatura, el ejército, la policía, el funcionariado y demás, hasta una Audiencia Nacional que recuerda al Tribunal de Orden Público porque mantiene su condición de jurisdicción de excepción. Y cuando se mencionan hoy mil ejemplos de la ausencia de separación de poderes, con un Tribunal Constitucional convertido en última instancia judicial, una judicatura sometida de forma directa a las decisiones del Ejecutivo y un Legislativo inoperante por imposición del mismo Ejecutivo, no se está hablando de malas prácticas sobrevenidas sino de utilización anti-democrática de instituciones que tienen incorporada a su ADN una panoplia de herramientas y permisividades que las hacen posibles. Sin ir más lejos, el Senado es un aparato concebido de origen para empantanar la actividad legislativa.

Si nos ceñimos a un enfoque de este tipo, cabe entender que una defensa numantina de la condición democrática del Estado español no sirve sino para retrasar lo inevitable, que es su reforma, cada vez más próxima – ¡otra vez! – a las necesidades de una ruptura democrática. Y, sin embargo, esa defensa numantina aparece y reaparece constantemente en los últimos meses, como si se quisiera evitar el riesgo de una involución a través de la reafirmación de las excelencias de lo que hoy tenemos. Este ‘estado democrático fuerte’, según esos análisis, necesitaría solo algunos retoques y, sobre todo, una gestión respetuosa con las reglas democráticas por parte de quien detenta el poder en cada momento.

Esto es lo que se puede colegir de algunos párrafos como los siguientes, entresacados de la prensa online en estos días:

Elisa Beni, en eldiario.es, el 3 de diciembre de 2017

«No me llenen ahora de comentarios sobre la inexistencia del Estado de Derecho, los presos políticos o la falta de Justicia. Los totum revolutum son intelectualmente deleznables y fácticamente inútiles. Si tiene algún sentido denunciar cómo suceden las cosas es porque aún es posible revertir el deterioro de las instituciones. Al menos yo lo hago en la confianza de que los que pueden, lo hagan.»

Soledad Gallego-Díaz, en elpais.com, el 3 de diciembre de 2017

«Han pasado 42 años desde que murió el dictador Francisco Franco y 40 desde que se celebraron las primeras elecciones democráticas y no tiene sentido buscar exponentes del franquismo en la vida política del país. España es una democracia consolidada, bastante parecida, en virtudes y en defectos, a las democracias fundadoras de la UE. No hay huella del franquismo en la leyes ni en las instituciones españolas, por mucho que algunos aseguren lo contrario.»

Loable empeño, pero casi hace pensar en un contubernio ‘democratista’. Y si no, que se explique cómo es posible encontrar noticias como las dos que siguen, en la prensa online del 10 de diciembre de 2017:

«Las Cortes se instalan en la sequía legislativa: 2017 será el cuarto año con menos leyes aprobadas desde 1978».  «El Congreso sólo ha dado luz verde a nueve leyes en todo 2017. Una cifra que en 40 años sólo empeora el atípico 2016, con el Gobierno diez meses en funciones, además de 2004 y 2008, cuando las Cortes estuvieron disueltas tres meses por la convocatoria de elecciones.»

¿Cómo hay que entender esto? A mi parecer es muy sencillo: el Poder Ejecutivo suplanta al Legislativo y prácticamente lo anula. La demostración es palmaria: el Ejecutivo puede gobernar sin hacer caso alguno del Legislativo. Pero este último es el que representa la soberanía popular, y la pregunta es inmediata: entonces ¿qué valor democrático tiene nuestro voto?

«El Gobierno de Carmena, atrapado entre la deuda milmillonaria de la era Gallardón y el rigor contable de Montoro». «El Gobierno de Ahora Madrid heredó la capital más endeudada de Europa y tras enjugar 2.000 millones de deuda se ve atenazado por la regla de gasto. Hacienda recurrió al juzgado para parar cientos de obras y su intervención de las cuentas municipales condiciona la recta final del mandato de Carmena».

¿Cómo se puede interpretar esto? Otra vez es sencillo: no se trata de controlar el gasto sino de suprimir la autonomía de una administración local, cuya actividad se pretende anular por no coincidir con los designios del partido que ocupa el poder del Estado.

¿Ejemplos de gestión anti-democrática? Sí, pero no como resultados del «deterioro de las instituciones», que siguen siendo las mismas, sino porque esas instituciones fueron instauradas con esas deficiencias democráticas, que estaban en su ADN. No está de más añadir que la deriva antidemocrática fue notablemente reforzada por la reforma de la constitución con el famoso artículo 135. Es decir, esta institucionalidad ‘malnacida’, en vez de ser sometida a una construcción o reconstrucción democrática, es ratificada y reforzada en su ‘malformación’ por una reforma constitucional retrógrada, que destroza la mayor parte de las posibilidades de constituir – o reconstituir – un estado de bienestar.