Hay que pensar para actuar en la sociedad. La auto-contemplación es paralizante
Durante el verano de 2015 empecé a vivir de forma que podría llamar atormentada la sensación de que estábamos todos confundidos, que la insistencia cargante en hablar de la crisis en pasado y de la recuperación como un logro ya adquirido solo podía conducirnos a un desastre. Por entonces yo tenía más o menos claro que la derecha emitía un mensaje de su particular interés y que la izquierda lo compraba aunque fuera a regañadientes: en él se venía a decir que estábamos en plena salida de la crisis y ello merced a la inestimable gestión económica del gobierno del PP.
El tormento perdió intensidad gracias a que inicié una febril escritura, dando rienda suelta a mis temores, a mis necesidades de rectificar los análisis ya prácticamente oficiales y a mi vocación de economista crítico: menos mal que encontré una línea argumental que me pareció razonable y la utilicé como eje de un largo artículo escrito durante ese mes de agosto y corregido en septiembre, ya de vuelta en Madrid. Gracias a unas circunstancias que no se repitieron, tuve la suerte de que alguien publicara aquello en dos entregas, de forma que en eldiario.es aparecieron «¿Salida de la crisis o recomposición de la economía mundial?» (el 18 de septiembre) y «Nuevo orden económico: desafíos y respuestas» (el 28 de septiembre). Más tarde colgué en mi blog el artículo único en su versión original, «¿Salida de la crisis o recomposición de la economía mundial?» (el 31 de diciembre).
Con posterioridad he insistido repetidamente en este enfoque, a través de algunas publicaciones en prensa ( en eldiario.es, entre septiembre de 2015 y febrero de 2016, y en infolibre.es, entre enero y mayo de 2016) y de sucesivos artículos en mi blog (a lo largo de todo el año).
Ahora, cuando se ha terminado 2016 y cabe aventurar un pequeño balance, hay que reconocer que, con el correr de los meses, se ha ido abriendo paso una reconsideración de ese enfoque y la izquierda se ha ido distanciando de él. Y hay analistas que dicen «Estamos en un momento de urgencia histórica. La transición hacia nuevos modelos de capitalismo está en marcha,…» (Esteban Hernández, en elconfidencial.es, el 27 de diciembre de 2016); y el mismo autor añade más adelante: «…las élites están acelerando la transformación económica de nuestras sociedades hacia un escenario en el que la desigualdad va a aumentar; y además comienzan a pensar en serio que para que el sistema funcione bien, hace falta menos democracia». Resumiendo esto a mi manera: en efecto está en marcha una ‘recomposición de la economía mundial’, nos encontramos «en un momento de urgencia histórica» y aparece cada vez más abiertamente la evidencia de que los recortes democráticos progresan al ritmo del avance de la desigualdad económica.
Estamos en ese punto y nos encontramos bastante desarmados. El progreso en el análisis de la realidad económica y su perspectiva es todavía insuficiente, lastrado como está por el monopolio ideológico y teórico del neoliberalismo. El análisis y el rearme político tras el fin de la socialdemocracia es no solo insuficiente, además se enfrenta a una encrucijada muy peligrosa: son numerosos los ciudadanos que se han reconvertido políticamente y son ahora seguidores de la extrema derecha; son menos numerosos los ciudadanos que se manifiestan hacia la izquierda, y acumulan circunstancias adversas que pueden resultar determinantes a muy corto plazo: en Grecia, la brutal ofensiva reaccionaria y la acumulación de reveses han arrinconado a la izquierda, a esa izquierda que osó jugársela en solitario contra las fieras del neoliberalismo, encabezado éste por ese ‘cuartel general de la oligarquía’ que toma e impone las grandes decisiones (es igual que aquí lo llamemos IBEX35, puesto que esta denominación «patriótica» solo se refiere a la sección española del ‘cuartel general’). En España, en cambio, aún no hemos alcanzado los peldaños superiores de la pirámide del poder y ya nos estamos atascando, todavía en los prolegómenos y corriendo el riesgo de sabotear nosotros mismos lo conseguido hasta aquí. Y de acumulación de fuerzas a escala europea mejor ni hablamos.
¿Entonces? La respuesta de la izquierda española ha sido la de embarullarse en disputas internas y peleas de gallos. Para la socialdemocracia el desafío es muy poco estimulante: se trata de asumir que los tiempos del pacto del bienestar tras la segunda guerra mundial se han terminado, que la herramienta política encargada de aquellas tareas se ha vuelto obsoleta y que su supervivencia es más bien de mudanza, desde las demandas propias del capitalismo democrático hacia las necesidades de una ciudadanía sometida a pérdidas de bienestar y de libertades en esta deriva del capitalismo del siglo XXI. Para la ‘nueva política’, se trata de actuar contra reloj, resolviendo lo más rápido posible las cuitas internas y abordando las tareas sociales que se acumulan. Para analizar lo que sigue es imprescindible dejarse llevar por un cierto optimismo: los asuntos internos se acabarán resolviendo y se fortalecerán las herramientas del cambio.
Desde la óptica de la construcción de un nuevo modelo económico que no sea el de ese «escenario en el que la desigualdad va a aumentar», hay que reconocer que la visión inicial, esa que nos sitúa en el contexto actual, tiene algo de apocalíptico. No tenemos más remedio que entrar en un análisis de los fundamentos de este capitalismo de nuevo cuño que «las élites» han ido construyendo en las últimas décadas, y hay que reconocer que tales fundamentos son al mismo tiempo sofisticados, bien armados teóricamente, eficaces en el cumplimiento de sus cometidos y lo suficientemente sólidos como para ser difíciles de desmontar. Los tres pilares más fuertes que soportan este nuevo capitalismo son ni más ni menos que: 1) La deslocalización/globalización, así reunidas porque no se entienden la una sin la otra, que sostienen la reorganización del sistema más allá de las fronteras nacionales; 2) La configuración de un denso mapa de paraísos fiscales, en los que se articulan las evasiones manejadas a través de un creciente surtido de herramientas informáticas operativas a escala planetaria; y, 3) La desregulación, que facilita todos los movimientos financieros y permite colocar los excedentes producidos en la industria relocalizada, desplazados sin cortapisas por un libre comercio generalizado y rentabilizados a través de un enorme entramado financiero internacional.
Respecto de estos tres pilares, hay que decir que la cosa no es fácil. La globalización – y su inseparable compañera, la deslocalización – aparece constantemente justificada y elogiada como trayectoria del capitalismo moderno, y se le adjudican un sinnúmero de atributos positivos. La concepción teórica necesaria se ha ido construyendo ad hoc, hasta el punto de borrar la historia económica del capitalismo para olvidar que nació con una revolución industrial, vivió largo tiempo del proteccionismo y se lanzó al libre cambio cuando ya era muy sólido en sus estados-nación de origen y necesitaba ampliar mercados. Hoy en día parece que no hubiera existido todo esto y que los estados-nación fueron poco más que una ocurrencia ocasional para ir abriendo brecha; esos estados-nación cuyo soporte económico principal ha sido desde el comienzo un sistema fiscal potente y eficaz, sin el cual no habría habido estado de bienestar, desde luego, pero tampoco una policía y un ejército. Cuando «las élites» no están ya obligadas a operar dentro del territorio del estado-nación porque tienen los medios para ir mucho más allá a través de la deslocalización y la globalización, deja de ser importante el sistema fiscal y cobra relevancia el mapa de los paraísos fiscales, recurso hoy en día generalizado para la obtención de beneficios extraordinarios. Dicho sea de paso, solo para ciertos segmentos del empresariado capitalista sigue siendo necesario mantener una parte muy significativa de sus negocios dentro de los límites de los estados-nación (la cúspide de este empresariado se encuentra en las grandes constructoras), y son ellos los que organizan el correlato nacional del sistema internacional de paraísos fiscales: la exacción de los dineros públicos a través de la evasión y de la generalización de la corrupción. Una vez llegados a este punto, globalizada la economía y articulados los sistemas nacionales e internacionales de maximización de los beneficios, el modelo necesita disponer de nuevos mecanismos de acumulación ampliada, momento a partir del cual adquiere toda su importancia el discurso y la acción encaminados hacia la implantación de un entramado económico mundial desregulado: plena libertad de acción para todos los negocios a escala planetaria.
Descritos así, de una manera simple, los tres pilares tienen toda la apariencia de ser difíciles de desarticular. Por lo pronto, no hay duda de que desmontarlos verdaderamente exigirá una acción internacional concertada. Para el nivel nacional, solo se puede aspirar a restar fuerza a sus apoyos y a suprimir los componentes más estrechamente vinculados con el marco jurídico y con las prácticas administrativas de cada país. Por esta razón, la lucha contra la corrupción no es solo ni principalmente una cuestión moral, ni siquiera puramente judicial, sino que se trata de liquidar uno de los principales soportes económicos en España del modelo capitalista que se viene imponiendo. Asimismo, algunas prácticas que no forman parte simplemente de la corrupción tendrán que ser suprimidas, como el favor fiscal que se hace a empresas con sede en España (por cierto, a estas alturas ni siquiera «españolas») en el momento de adquirir compañías en otros países para extender sus negocios y desplazar sus obligaciones tributarias.
Por estas y otras razones resulta doblemente inaceptable que la izquierda se enrede en disputas menores. El tiempo corre en contra nuestra, porque esos pilares se hacen más fuertes y porque decenas de miles de millones de euros desviados del gasto social a otros fines nunca se recuperarán: una aritmética muy simple nos indica que diez años de tales prácticas se han podido traducir en 100 mil o 200 mil millones de euros que no han ido en ayuda de las gentes necesitadas y han sido a cambio empleados en reforzar esos pilares y en nutrir los privilegios del famoso 1% que está al mando de la cosa.
Nuestra urgencia es extrema y ni siquiera somos capaces de modificar los componentes nacionales del entramado. Pero es necesario recordar una y otra vez, porque se olvida muy fácilmente, que hablar de la globalización sin comprender su alcance no aporta nada: ella significa que lo que en tiempos se regulaba y sometía a un marco jurídico pactado entre las clases sociales y las fuerzas políticas de un país ahora se organiza a escala mundial a partir de acuerdos de los que hasta nos esconden sus contenidos mínimos (léase TTIP). No disponemos todavía de la fuerza social para luchar por la transformación de esta sociedad enferma y no estamos ni siquiera abordando seriamente la construcción de una fuerza supra-nacional sin la cual todo esto se quedará en agua de borrajas.