La crisis del PSOE: historia contra coyuntura

Para entender esta crisis hay que situarse en la historia de los cuarenta años de democracia en España. Las explicaciones coyunturales no resuelven la incógnita principal: ¿el PSOE puede regenerarse o su peripecia moderna acaba aquí, en la pura desaparición o en una escisión que lo convierte en otra cosa?

 

Rosa María Artal, Andrés Gil y algunos otros periodistas y analistas nos dan una visión histórica de los acontecimientos que vive el PSOE en la actualidad. Es muy de agradecer, porque es la única manera de ir entendiendo qué ocurre y qué está en juego.

Pero la mayor parte de la información periodística se limita a recrearse en los enfrentamientos personales y a dar una visión puramente coyuntural. Según esta visión, se trataría de una cuestión del momento, tal como ha habido otros momentos en los últimos cuarenta años del PSOE. Todo lo más, se apela a un repaso de la trayectoria electoral reciente de este partido y se extiende la impresión de que las pérdidas vienen de más lejos: no es una mera coyuntura adversa, pero tampoco hay el menor esfuerzo por entender las implicaciones históricas de lo que está ocurriendo.

Aparte de no explicar nada, esta visión coyunturalista confunde y desvía la atención. Por eso es tan importante mantener la aproximación que podríamos llamar estructural, dado que explora los antecedentes históricos y los vincula con la crisis general de la socialdemocracia europea.

Los egos existen, las ambiciones personales condicionan comportamientos, la dureza de los enfrentamientos entre facciones tiene mucho que ver con batallas internas por el poder y menos con visiones estratégicas contrapuestas, pero aun siendo todo esto verdad, el marco histórico está ahí y no deja de ser el gran escenario de esta guerra. Y lo que está detrás de todos estos acontecimientos es el cambio radical que se está operando en el marco histórico, que exige registrar la realidad, pensar en términos estratégicos y revisar las tácticas políticas para no quedar descabalgado.

Y esto es exactamente lo que el PSOE no está haciendo ni ha hecho en las últimas décadas. Ni siquiera ha revisado su propia trayectoria más allá de los cálculos electorales. La propia percepción de su descarrilamiento constitucional, al introducir la cuestión del déficit como tapón de cualquier iniciativa social, no va más allá de «el error de Zapatero». Desde luego, fue un terrible error que no dimitiera antes de negar todas sus convicciones, pero esto no pasa de ser une retrospección en la que prima lo personal. Lo realmente grave es que un partido como el PSOE se embarcara en esta barbaridad, que constituye la negación total de toda su historia de construcción y defensa del estado de bienestar.

Es en esta renuncia, y en la interminable serie de renuncias desde los años setenta, donde está el quid de la cuestión.  El PSOE, como todos los partidos socialistas europeos, se auto-identificó como socialdemócrata, y esto tenía como mínimo dos implicaciones determinantes: una, que se asumía el papel de neutralizador de la estrategia de la izquierda comunista, «inspirada por Moscú»; otra, que se erigía en parapeto frente a las presiones e imposiciones del gran capital. Y por el camino, en estas últimas décadas, se han perdido estos dos grandes compromisos: la caída de la Unión Soviética eliminó la necesidad de ese papel neutralizador, y esta misma caída, al suprimir la presión por la izquierda, facilitó el escoramiento hacia la derecha, primero paulatino y luego brutal. Lo que estamos diciendo, casi de forma explícita aunque no está de más indicarlo expresamente, es que la socialdemocracia que se construyó y fortaleció en el siglo XX ya no sirve. El siglo XXI funciona de otra manera.

De esto tenían que haberse dado cuenta los dirigentes, cuadros y militantes del PSOE. Pero, cegados por la coyuntura, enrocados en posiciones subalternas de poder y enredados en pequeñas batallas internas, no lo han visto y por eso no han actuado racionalmente en los términos exigidos por el tiempo presente. Este tiempo les exige un cambio radical, para el que los plazos se agotan mientras su declive se acentúa.

A mi modo de ver, el recorrido del PSOE tiene demasiados parecidos con el de cualquier otra fuerza política poco o nada relevante. Instalarse en el 5-8% del voto (es solo una manera de decir) garantiza la presencia y la supervivencia de un selecto bloque de cuadros del partido, y al tiempo asegura la más perfecta irrelevancia. Me cuesta señalar con el dedo, pero esto describe muy bien las organizaciones del PSOE e IU en Madrid, instaladas desde hace muchos años en esta actitud, y, lo que es peor, contaminadas con los efectos de arbitrariedades y corruptelas varias. Por eso han ido perdiendo pié y quedándose cada vez más en una posición de meras comparsas.

Recurrir a las acusaciones dirigidas a Podemos en el sentido de que les quieren quitar el sitio es de una inutilidad suprema. Porque no se trata de usurpación sino de pura y simple respuesta a exigencias de los tiempos. Si el 15M no influyó en el PSOE y en cambio produjo una notable efervescencia a su alrededor, la responsabilidad recae en el propio PSOE, no en presuntos atracadores que le quieren quitar ese espacio que, según parecen creer, les pertenece. Autocrítica y renovación en lugar de acusaciones a terceros, es lo que se impone y el PSOE no ha comprendido.

Y muchos periodistas, tampoco. En «Espejo Público», Errejón ha hecho autocrítica ante una pregunta de la conductora del programa, la periodista Susana Griso, que atribuía parte de la responsabilidad de la situación actual del PSOE a Podemos. Errejón habla de falta de flexibilidad en la relación de Podemos con el PSOE, pero esto puede explicar que no llegaran a un acuerdo, no la profunda crisis actual ¿Para qué sirve este tipo de interpretación? Para seguir eludiendo las responsabilidades propias y hundirse aún más en la irrelevancia. La gente del PSOE haría bien en taparse los oídos ante este coro mediático.

«No, el problema del PSOE no se llama Pedro Sánchez, ni se llama Podemos. Se llama PSOE», como dice Isaac Rosa.

Hablamos de crisis económica pero es fin de época

Vuelvo a la carga: retomo aquí un asunto a mi juicio crucial, del que anticipaba ideas en «Fin de época», publicado en este blog el 9 de abril de 2016

Entiendo necesario precisar los términos: «crisis» es, aparte de un término económico convencional (se llama crisis a la repetición en dos trimestres sucesivos de tasas negativas de crecimiento del PIB), un fenómeno cíclico descrito desde tiempos lejanos, anteriores a la implantación y consolidación de la sociedad capitalista. «Fin de época» llamo yo al momento histórico en que se pone en marcha un proceso consistente y deliberado de redefinición de los parámetros de una sociedad, que parece desencadenarse cuando los que manejan los resortes del poder empiezan a constatar que la reproducción ampliada de la economía se encuentra cerca de su techo. «Crisis»  es en gran medida un suceso no buscado, al que contribuyen numerosos factores y actores de manera prácticamente involuntaria. «Fin de época» es el inicio de un proyecto de consolidación de posiciones dentro de la sociedad capitalista, dirigido de forma consciente por quienes tienen el poder para ello.

Partiendo de este punto de vista me atrevo a realizar la serie de consideraciones expuestas a continuación. Y utilizo como coartada un debate organizado recientemente por CTXT-Público:

Medios, intelectuales y política: UN DEBATE LARGAMENTE APLAZADO

Se encabeza la presentación con una introducción al debate de la que reproduzco un párrafo textualmente (estamos en abril de 2016):

La crisis que ha vivido España ha producido un cuestionamiento general de las estructuras políticas y económicas del país, generándose un debate inédito sobre nuestro sistema político y sus límites. Dicho debate no podía dejar de alcanzar al papel de los medios de comunicación y de los intelectuales en una sociedad quebrada generacionalmente (el subrayado es mío).

Desde aquí  se anuncia que la orientación del encuentro y el debate se enmarca en una idea a mi modo de ver errónea, sintetizada perfectamente por la frase «La crisis que ha vivido España…».

Siguiendo esta línea discursiva, en «CERRAZÓN POLÍTICA E INTELECTUAL», Ignacio Sánchez-Cuenca dice textualmente en los inicios de sus dos primeros párrafos: «La crisis económica que golpeó a España a partir de 2008 no fue muy distinta de la que vivieron muchos otros países europeos» y «La crisis dejó a España en una posición muy delicada.»  Son párrafos dedicados a la crisis económica, como el tercero y el cuarto. Los cuatro párrafos tienen en común la referencia al pasado, a algo que ocurrió y ha dejado consecuencias indeseables. De todo esto, según el autor, se deriva «una crisis de legitimidad del sistema» (los subrayados son míos).

Antes de entrar en materia me parece indispensable recordar algo particularmente grave y que fortalece mi idea de que no estamos en una crisis que se cierra y asunto acabado, sobre todo en España, que arrastra lacras históricas: nuestra sociedad se encuentra en el penoso estado de una descomunal miseria moral, de una debilidad económica que ya es ancestral, de una penuria cultural que se deja ver por todos los rincones, de un galimatías institucional que nadie sabe cómo arreglar, y podemos seguir mencionando todas las facetas de la vida social.

Por eso me parece esencial ahondar en la cuestión antes planteada. No hemos asistido a una crisis que estaría en vías de solución sino que estamos en pleno proceso de consolidación de los nuevos parámetros de la sociedad capitalista. El pacto que siguió a la Segunda Guerra Mundial y dio nacimiento al estado de bienestar está roto desde hace años, y en su nueva época esta sociedad, dirigida por el 1% más rico (aunque poco ‘científica’, esta expresión es útil para abreviar, además de que cualquier lector avisado entiende de qué se está hablando), avanza en dos frentes sin duda convergentes:

1º No hay una crisis como cualquiera de las habidas en la típica trayectoria cíclica de los sistemas económicos que los humanos  nos inventamos, sino una consolidación del nuevo modelo de distribución de la riqueza, cuya finalidad principal es la de asegurar la posición privilegiada de los ricos. Con el nuevo modelo en construcción muere la necesidad de mantener tasas constantes de crecimiento del PIB: se trata de que la parte del PIB que se apropia el 1% más rico mantenga o incremente sus valores absolutos, y solo subsidiariamente de aumentar el PIB (la evidencia es escandalosa: el ritmo de aumento de las fortunas de los más ricos triplica o cuadruplica el ritmo de crecimiento del PIB).

2º Ese 1% no tiene, a partir de aquí, motivo alguno para mantener el juego político democrático, que se hace cada vez más disfuncional a medida que crece el abismo que lo separa del resto de la sociedad. Este juego formaba realmente parte del pacto de la posguerra y ahora, en cambio, puede poner en riesgo el proceso de consolidación de la supremacía económica de ese 1%. La pérdida de derechos democráticos para los más desfavorecidos acompaña necesariamente al aumento de la desigualdad que los perjudica.

Esto es lo que me parece necesario pormenorizar. Es una primera aproximación en estado bruto, pero espero que sea suficiente para avanzar algunas ideas sencillas.

La parte más simple y directa es la que centra su atención en la democracia representativa: no interesa más que a los castigados por la desigualdad, porque es su única herramienta de lucha para evitar la miseria absoluta. En consecuencia, la pérdida de derechos seguirá avanzando y en este proceso los instrumentos de los ricos están ya probados: la ultra-derecha, allí donde hay espacio y necesidad de ella, la actuación ultra-reaccionaria de la derecha clásica, allí donde esto resulta más práctico. Las respuestas a esta ofensiva son todavía muy débiles, por diversos motivos, entre los cuales están en un lugar predominante la difícil asunción por las clases medias de su condición de víctimas necesarias y la lenta adaptación de las herramientas políticas a las  nuevas exigencias sociales.

La parte más compleja es la que se refiere a la evolución del modelo económico, puesto que éste constituye el fundamento principal de todo el entramado. En primera aproximación, son de gran interés algunas de las vías abiertas en las últimas décadas, porque ilustran bien el camino que se ha ido siguiendo y el nuevo modelo que se va gestando para garantizar unas bases mínimas de reproducción del sistema de privilegios de ese 1%. En concreto:

Las burbujas, repetidamente revisadas en artículos anteriores (Desde «A vueltas con las burbujas», publicado en eldiario.es en noviembre de 2015, hasta los sucesivos artículos publicados en mi blog:  «Más burbujas ( 31 de enero de 2016), «Poniendo al día las burbujas» ( 7 de marzo de 2016), «La reveladora historia de Yahoo!» ( 4 de abril de 2016), «La burbuja ‘tecnológica'» ( 3 de mayo de  2016 ), constituyen una apuesta de «último extremo», porque entran rápidamente en la fase de rendimientos decrecientes, comenzando por grandes beneficios y llegando demasiado pronto a tasas menores y a la aparición de pérdidas (la historia de los 25 años de Yahoo! es muy ilustrativa a este respecto). Las burbujas siguen procesos reiterativos de eclosión, fulgor y muerte de productos y mercados, con vidas cada vez más efímeras y de menor vigor expansivo. Naturalmente, no están concebidas de la manera descrita por quienes las impulsan, pero resulta que su trayectoria es aproximadamente esa en la mayoría de los casos: no sostienen ni parece que vayan a sostener a largo plazo la vida del capitalismo del siglo XXI. Esto no es Henry Ford inventando las cadenas de montaje.

En este apartado, nuestra particular aportación ha sido la burbuja inmobiliaria.

La sobre-explotación de personas y recursos como soporte del capitalismo «moderno», de la que oímos y leemos ejemplos dramáticos en países asiáticos y africanos hasta los que llegan los tentáculos de las ejemplares empresas exitosas de nuestro mundo actual. Y pocos analistas se sustraen al encanto de esos éxitos, entre los cuales destaca muy en particular el del grupo Inditex. Pero, tras éste, todos los conglomerados y las grandes empresas van dejando a la vista las miserias de sus procedimientos: ¿Tres mil horas extra no pagadas del Banco Sabadell? ¿Mil muertos en una fábrica de confección en Bangla Desh? ¿Miles de niños-esclavos trabajando para las grandes empresas en Birmania? ¿Miles de niños-soldados combatiendo en África y consumiendo ese armamento que les vende nuestra industria militar? Esta corta  relación es muy poca cosa dentro de la gigantesca sobre-explotación del trabajo y de la naturaleza a escala planetaria.

En este apartado hemos dado una lección a quien quisiera verla, con la promulgación de una nueva legislación laboral que nos permite irnos acercando a esos ejemplos de Asia y África.

El saqueo, como uno de los fundamentos principales del modelo económico que se ha ido consolidando en las últimas décadas. La economía del saqueo se extiende desde la evasión y todas las trampas vinculadas a los paraísos fiscales hasta el vaciamiento sistemático de las arcas públicas por la alta burocracia del estado y sus adláteres. Nadie hará nada para eliminar los mecanismos de evasión y fraude, de manera que los estados nacionales seguirán perdiendo gran parte de sus recursos fiscales y consiguiendo el balance exigido mediante la supresión de gastos sociales. Nadie hará nada para evitar que se vacíen las cajas del sector público ni para cerrar el grifo de las puertas giratorias, que permiten al fortalecido ejército de corruptos hacer sus operaciones tanto desde la esfera pública como desde la privada.

Aquí, probablemente, aportemos más que nadie, sobre todo en materia de saqueo institucionalizado.

Y una cuestión adicional que no es menor: el trastoque de las reglas de la empresa capitalista, que es una expresión lapidaria del fin de época. Una noticia reciente en la prensa resume perfectamente esta cuestión: » Un consejero de las sociedades que cotizan en Bolsa cobró el año pasado de media 344.000 euros, un 8,2% más que en 2014 (alrededor de un 80% más que cuando empezó la «crisis»). La cifra multiplica por más de siete el alza de los salarios de los trabajadores en 2015, que fue sólo del 1,1%. Y triplica el crecimiento de los beneficios empresariales, un 2,53%». No solo se empobrece a los trabajadores, sino que además se traspasa la riqueza creada por ellos desde los accionistas a los directivos de las empresas, rompiendo uno de los soportes fundamentales del sistema: la retribución al riesgo.

Y aquí, el solo hecho de poder ponernos directamente de ejemplo ya nos sitúa en un nivel superior.

Son probablemente los 3 + 1 principales fundamentos del modelo capitalista del siglo XXI: operar con mercados cada vez más frágiles y efímeros; explotar los recursos, sobre todo los humanos, como si estuviéramos retornando a la esclavitud y a los imperios coloniales; saquear los dineros públicos de forma extensiva e intensiva, sean supra-nacionales, nacionales, locales,…; poner del revés la distribución de la plusvalía. Sobre estas bases no cabe duda de que el modelo difícilmente puede tener una larga vida, pero en ese recorrido, corto o largo, seguirá sumiendo en la miseria a segmentos cada vez más amplios de la población, esos que no pertenecen al 1% privilegiado, y destrozando el medio sin contemplaciones.

En este contexto, haremos bien si orientamos nuestro esfuerzo hacia el análisis de las nuevas condiciones económicas y sus implicaciones para la sociedad, el sistema institucional, las formas de representación política, el modelo cultural, etc., en lugar de abordar estas cuestiones como si se tratara únicamente de analizar su estado «tras» la crisis. Por eso, tomando el asunto inicial como primera inspiración, la reflexión sobre el papel de los intelectuales no puede circunscribirse a constatar, como se hace en algunas intervenciones, su escasa presencia en la vida actual de las sociedades europeas y su casi generalizada adscripción a las posiciones más reaccionarias en la defensa del status quo. La cuestión es explicar las razones de esta situación y, a mi entender, buscar en el «fin de época» la presencia o ausencia de demandas de la sociedad hacia estos actores en otros momentos tan determinantes. Quizás tenga sentido concluir que si se sigue imponiendo el pensamiento único hasta el extremo que hemos llegado quede finalmente poco o ningún espacio para los intelectuales críticos, y que mientras no seamos capaces de situar en primera línea la discusión acerca del camino que seguimos, el estado actual de las cosas y las consecuencias previsibles, más allá de una presunta superación de la «crisis» y de sus negativas consecuencias inmediatas, difícilmente podremos asistir al renacimiento del pensamiento crítico.

 

El momento de la responsabilidad

Asumir un liderazgo político es un compromiso de responsabilidad ante los ciudadanos. La demanda de responsabilidad crece con las urgencias sociales.

La “Memoria de América Latina” y el momento histórico de España, sobre los que tengo una inclinación a escribir que a menudo resulta aburridamente repetitiva, se entremezclan en mi cabeza y dirigen mis reflexiones hacia asuntos que me parecen relevantes, aunque no estoy seguro de que tal valoración sea ampliamente compartida. En este momento, y más cuanto más se suceden los días y los meses, tiendo a pensar de forma insistente en la responsabilidad política contingente y en la responsabilidad histórica.

Trataré de explicarme. Las circunstancias que se presentan en un momento dado de la historia de un país dependen de muchos factores, pero no me cabe duda de que anticipándose a ellos o reaccionando con rapidez ante su aparición, algunos actores de la política son responsables de la trayectoria que ese país sigue o, al menos, deberían asumir que lo pueden ser y actuar en consecuencia. A esto es a lo que quiero llamar “responsabilidad”. Porque se sienten empujados a ello o porque traducen en acción su voluntad, esos actores tienen que saber que cada paso que dan hace camino y que su responsabilidad no cesa porque se sientan cansados, deprimidos, asqueados, irresolutos o hartos de jugar un papel que en definitiva no les complace. Y la honestidad a la que deben atenerse en todo momento es mucho más necesaria ante quienes responden a sus impulsos y se mueven en la dirección pensada que frente a unos valores presuntamente inamovibles cuya persistencia en el tiempo, se quiera o no, está sometida a los avatares de la historia.

Salto en el tiempo y en el espacio. Cuando los acontecimientos en el Chile de 1973 habían iniciado una deriva muy peligrosa para el proyecto de transformación progresista de esa sociedad, se sucedieron circunstancias que exigían tomas de posición y adopción de medidas urgentes para hacerles frente. Ante la evidente ofensiva de ciertos sectores militares, que se habían expresado de forma reaccionaria unos cuantos años antes y en esa época se movilizaban abiertamente para frenar el proceso político en curso, se hacía cada vez más necesario adoptar posiciones claras de contención de tales comportamientos. En un momento dado, el comandante en jefe del ejército, general Carlos Prats, se entrevistó con el presidente Salvador Allende y le transmitió su inquietud y su parecer en relación con lo que estaba sucediendo en los cuarteles. El diagnóstico del general Prats tenía todo el fundamento de los hechos recientes: se preparaba un golpe de estado y él recomendaba al presidente que se tomaran medidas para detener este proceso y neutralizar a los sectores más comprometidos en él. La reacción de Allende fue simple y directa: él era el presidente de un país democrático y se atendría a las reglas del juego en cada una de sus decisiones. Esto, para abreviar, se tradujo en dos eventos principales: el general Prats dimitió y Allende intentó a la desesperada negociar un acuerdo con los comandantes en jefe, entre los cuales se contaba Pinochet.

Las consecuencias son en general conocidas: el golpe de estado se produjo el 11 de septiembre de 1973, no encontró prácticamente resistencia, porque la desmovilización de las fuerzas progresistas se había generalizado, y triunfó sin necesidad de entrar en combate; el general Prats y su esposa fueron asesinados poco después en Buenos Aires por la dictadura chilena con la evidente complicidad del régimen  argentino.

La principal lección me parece bastante directa e indiscutible: Allende encabezaba un proyecto de transformación social en el que el principal objetivo era sacar de la miseria a esa gran parte de la población chilena que comía poco y vestía peor. Esto es fácil de traducir: significa repartir de una manera más equitativa la riqueza, algo que los privilegiados no soportan estoicamente y a lo que se oponen con todas sus fuerzas. En el caso chileno, esas fuerzas acabaron por expresarse a través de una manifiesta rebeldía militar, como por otra parte tantas veces ha sucedido en España.

Llegados a este punto, a mi entender, no hay lugar para la duda: si se ha iniciado el proceso y éste deriva hacia la confrontación, no se puede resolver la cuestión con una simple negativa, como si las reglas democráticas fueran un dogma inamovible para unos y no para los otros. Entiendo que esa negación de la política condujo a los acontecimientos que siguieron, pero lo que realmente interesa aquí es el papel que en ese momento juegan los dirigentes políticos: negar la evidencia o abstenerse de actuar no resuelve la ecuación, puesto que los contrincantes tienen ya su juego decidido y en marcha. De forma simplista y puramente teórica solo podemos contraponer dos opciones: una es “no deberíamos de haber empezado” si no queríamos que la cosa se nos fuera de las manos y pasara por encima de los límites democráticos; la otra, asumir que las circunstancias han  cambiado y actuar en consecuencia. Es decir, visto desde la posición del liderazgo político: cualquiera que sea la talla histórica del líder o de los líderes, hay que exigirles que asuman su responsabilidad, sin dimisiones presuntamente motivadas porque la evolución de los acontecimientos los desborda. Ningún líder está en condiciones de manejar todas las circunstancias, de manera que muy probablemente se encontrará con fuerzas y presiones que no había previsto en un primer momento.

Nadie puede aventurar qué hubiera ocurrido en aquel Chile de optarse por la segunda posibilidad: seguramente la situación hubiera derivado hacia una guerra civil, evolución que tenía sus antecedentes en la propia guerra civil española. Pero lo cierto es que la opción escogida produjo muerte y miseria sin contrapartida, y Chile es hoy el país de América Latina con la distribución más desigual de la riqueza, que arrastra problemas sociales de inusitada gravedad escondidos tras la exuberancia de los que prosperaron al calor de la política económica neoliberal, de la que ese país fue un laboratorio de experimentación avanzada. No olvidar: problemas sociales son un sistema de pensiones quebrado que no asegura la supervivencia de los jubilados mientras garantiza beneficios exorbitantes a las sociedades privadas de gestión; también un sistema de enseñanza pública destrozado para hacer hueco al negocio privado; y una sanidad en gran medida privatizada que el chileno medio no se puede pagar; etc.

Todo esto nos suena en España y vemos que la trayectoria se parece cada vez más. Por eso debemos actuar, por eso debemos impedir que el juego del aturdimiento social nos implique a todos y nos desmovilice, y por eso debemos exigir responsabilidad a quienes asumen la dirección del necesario proceso de transformación.

Evitar las analogías pero aprender de otras experiencias. El desafío no es en España el que vivió el Chile de los años setenta. Pero todo hace prever que las acometidas de la reacción irán subiendo de tono, como ya se observa en algunos otros países europeos y como anticipan muchas de las intervenciones recientes del gobierno del PP. Ante ello, las exigencias de responsabilidad se acrecientan. Y los acontecimientos en la España de la segunda década del siglo XXI parecen estar desbordando tanto a la gente que se expresa en las elecciones como a los representantes elegidos. Los primeros muestran síntomas de una fatiga que es alentada por unos medios de comunicación entregados a la tarea de frenar cualquier cambio. Los representantes elegidos parecen estar dejándose llevar por una cierta apatía, que en el caso de la derecha política puede ser útil en determinadas circunstancias y, de cualquier modo, puede entenderse como consustancial a su defensa del status quo, pero que en los adalides del cambio no puede ser acríticamente aceptada.

Y la necesaria crítica encuentra elementos objetivos sobre los que apuntar:

Hay quien sabe que tiene que moverse de prisa porque el tiempo corre en su contra. El encargo recibido, indiscutiblemente “gatopardesco”, razón principal de su proyección política, se encuentra en el alero, y el líder no tiene muchas cartas en la manga para jugar. Los continuos zigzagueos y marchas atrás tienen como principal consecuencia el descrédito, posible epitafio de una aventura política de recorrido corto. El «reformismo de derecha» tiene muy poco espacio en la España de esa Pontevedra que aclama a Rajoy, y menos si el líder reformista no acaba de identificar su papel y asumirlo plenamente.

Hay quien sabe que su personal carrera política pende de un hilo. De ello se derivan silencios, aparentes compromisos que solo pretenden bloquear alternativas no deseadas, repentinos cambios de humor; en suma, una trayectoria en la que resulta cada vez más difícil detectar el “interés general” que estaría detrás del proyecto de supervivencia individual. Y hay que decir que ese proyecto social está ya tan desfigurado que uno se pregunta si con cirugía menor se puede reconducir a favor de la sociedad que lo demanda. Mal síntoma es que la totalidad de la socialdemocracia europea se limite a sobrevivir entre sucesivas renuncias a sus fundamentos, y peor aún que nadie apueste por sumar fuerzas en el socialismo español, desgarrado por rivalidades personales y vaciado por la gestión irresponsable de sucesivos líderes.

Hay quien se encuentra con que la apuesta inicial lo desborda y lo que era una expresión de protesta y descontento a menudo festiva ha ido adquiriendo una dimensión de proyecto político rápidamente más exigente de lo previsto. Esto, que demanda compromisos personales y colectivos muy firmes, choca con una posible expectativa de menor alcance, más de “andar por casa”, que rápidamente es superada. Ahora hay que identificarse claramente con un proyecto que avanzará entre multitudes de francotiradores de todo tipo, lo que exige mucha templanza para no perder el rumbo. «Nueva política» es, sobre todo, nueva forma de asumir la responsabilidad del liderazgo ante la sociedad, entendida como compromiso con los ciudadanos para avanzar hacia metas de progreso compartido.

Mi personal demanda de responsabilidad sigue una tendencia ascendente: es menor para el proyecto de “cambiar para que nada cambie”, crece de la mano del proyecto socialdemócrata a pesar de mi reconocida incredulidad, y se hace exigencia perentoria para quienes encabezan una opción de transformación que da muestras de cansancio.

No hay lugar para el cansancio ni para la falta de compromiso en el liderazgo. Y menos lugar habrá cuanto más vigilantes estemos los ciudadanos.

 

La insatisfacción del «selfie»

¿Qué hacer para no morir de aburrimiento? ¿O de asco? No desechar la política.

Prácticas habituales en nuestra sociedad, para no verse contagiados por la epidemia de aburrimiento que nos asola, son el «balconing», los deportes de riesgo, el «botellón», el ejercicio de la violencia sobre los animales, el insulto y la descalificación, soportar el ruido ensordecedor del reggaeton, hacer como que bailas entre contorsiones demoledoras, ponerte de sustancias de origen desconocido, «me he tirado a ocho» (sin connotación de género), ser más macho que nadie atizándole a la novia, ser más chica moderna que nadie sometiéndose al macho de turno, darle todo el día a la tecla con previsible deformación de los pulgares, dejar los estudios porque te aburren, postergar la emancipación porque es un coñazo, y, como expresión máxima de esta civilización superior en la que vivimos, retornar al onanismo bajo todas la formas imaginables, incluido el «selfie».

«La sociedad de la satisfacción», se llama un libro ya antiguo de John K. Galbraith. Un norteamericano especialmente lúcido, que destripa esta sociedad desde la posición de quien tiene la oportunidad de conocerla mejor que nadie. Y decía eso: hemos llegado a un punto en el que la satisfacción de todas las necesidades primarias y de algunas otras nos convierte en unos eternos insatisfechos.

Ante esto, ¿qué se puede hacer? Por ejemplo, ¿poner en solfa las tristes realidades cotidianas y los propios fundamentos de esta sociedad de la satisfacción? No, por supuesto. Se puede poner en riesgo la propia vida en desafíos insensatos, machacar a todo bicho viviente que tengamos cerca (sin ánimo de ofender, «bicho cerca» quiere decir animal, vegetal o humano que se encuentre al alcance de la mano), experimentar con la química hasta vaciarnos el cerebro, y muchas más insensateces, pero ni por asomo nos planteamos la posibilidad de someter a revisión el lío en el que estamos metidos. Solo algunos desaforados, entre los que me cuento, piensan en ello y se proponen a sí mismos el desafío de romper el envoltorio y ver qué hay dentro, qué es lo que funciona tan mal en la caja de herramientas que nos han proporcionado al hacernos adultos.

Comemos todos los días, claro, y tenemos agua potable abriendo el grifo. No hay que jugarse la vida cazando animales peligrosos (salvo algún rey que se atreve con los elefantes) ni recorriendo largas distancias con un ánfora en la cabeza para conseguir un agua que nos mata de diarrea. ¡Qué aburrimiento! Es todo tan fácil que uno se aburre. Hasta el día en que la comida se aleja y el agua se enturbia, porque no tenemos trabajo, porque no hay de dónde tirar para sobrevivir, porque lo poco que va quedando se lo pulen los desalmados que todo lo roban.

Y en esas estamos: nos aburrimos con todo, incluida la política, desde luego. Curioso esto, porque es lo primero que ponemos en solfa, en lugar de recurrir a ella para intentar cambiar lo que sea necesario. También es verdad que algunos ven la política así: «Hablamos de política, no de moral», finaliza José Ignacio Torreblanca su columna de elpaís.es del 1 de septiembre de 2016, en la que pontifica a favor de la abstención del PSOE. Seguramente es eso lo que aleja a las personas de bien: los que pretenden guiarnos nos recuerdan que la política y la moral tienen pocas cosas en común, pero todavía existimos quienes mantenemos un código de conducta y unos valores éticos que nos guían incluso en la política.

A fin de cuentas el juego consiste en vivir, lo mejor que se pueda. Y la valoración se mantendrá en signo positivo mientras encontremos un resquicio por el que ver el final del túnel. Solo que ahora, enturbiado el pensamiento por todo eso que hacemos con el fin de aturdirnos y no caer en la cuenta del lío en que estamos metidos, ese final del túnel es la débil lucecita del móvil que se va quedando sin batería.

Moverse es la única consigna que puede valer. «Abstenerse» es no hacer nada, es más bien hacer bueno ese paradigma cultural hispánico que tan bien pone de manifiesto Rajoy: el inmovilismo. Pero ya lo estamos viendo, cada vez más confirmado: Rajoy es la expresión sintética de lo peor que puede ser un político, antes que malintencionado es tonto.

El mensaje, realmente, tenemos que dirigirlo a los electores, no a los políticos. Finalmente, aunque a veces parece que no nos lo creemos, los políticos no son sino la representación que escogemos para delegar nuestros poderes soberanos. Quienes dedican la mayor parte del tiempo a anestesiarse mediante las prácticas conocidas por todos, difícilmente pueden estar a nuestros ojos legitimados para exigir comportamientos educados, honestos, éticos,… Vamos a revisar nuestras conductas sociales y a ponerlas a la altura de nuestras exigencias a los políticos, porque, la verdad, resulta harto difícil concebir unos comportamientos socialmente aceptables en quienes nos representan mirándolos desde las nubes del botellón, el reggaeton, el chute, la caza de elefantes y algunas otras prácticas difícilmente asimilables a una conducta política impoluta. Como lo dice tan certeramente Rosa María Artal, en eldiario.es del 2 de septiembre: «… por encima de cualquier otra consideración,  ha de quedar sentado que cada persona es absolutamente responsable de lo que lee, oye y ve, de lo que reflexiona o simplemente engulle, de lo que decide, de lo que implican sus actos u omisiones. No echen culpas fuera. En el timo de la estampita solo caen los lerdos sin escrúpulos.»

Si no estamos satisfechos, busquemos las formas de estarlo echando una mano para que este tinglado en el que vivimos no sea la mierda que vemos asomar por todos lados. La inacción no es más que la aceptación de un presunto destino, es decir, el sometimiento a esa resignación que tanto place a los seres religiosos, siempre tentados de apelar a la inevitabilidad de los acontecimientos más destructivos para ahorrarse el esfuerzo de combatirlos.

De paso, el onanismo solo puede valer como acompañante de la resignación, y ya cuando toma la forma de un «selfie» es que solo nos deja una imagen deforme de nosotros mismos.